Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

¿Excusas de mal pagador?

Nos pasamos la vida pagando impuestos y todavía no hemos asumido el porqué de su existencia

Una oficina de Suma Gestión Tributaria en la ciudad de Alicante. ISABEL RAMÓN

Pocos son los satisfechos, y muchos los agraviados, a pesar de la dignidad de la función que realizan al permitir la satisfacción de las necesidades públicas: salud, educación, orden social, etc.

El problema es que los impuestos no gustan a nadie, salvo a los recaudadores. El rechazo no es nuevo, pese a que «los impuestos son los nervios del Estado» (Cicerón). Hace ya muchos siglos que se recomendaba a los gobernantes ser muy cuidadosos en su exigencia porque «el arte de la imposición es semejante al de desplumar gansos o esquilar corderos: hay que obtener el máximo producto sin desollar» (Tiberio). En símil semejante abundó Colbert, ministro de finanzas de Luis XIV de Francia, que aludió al ejemplo de desplumar gansos con la menor cantidad de graznidos. Mal está que hayamos de pagar tantos impuestos, pero que se nos compare con los borregos o los gansos?

¡Qué se le va a hacer, si los impuestos no son santos de devoción! Pero si de ellos ni de la muerte podemos librarnos (Benjamín Franklin), exijamos, al menos, que se nos dé un buen trato fiscal, que el legislador no abrume con dobles imposiciones, con cuotas al ojeo, con valores irreales, con gravámenes anacrónicos o extravagantes, que no mareen, como con el llamado «impuesto al sol», que el ministro Soria ha establecido para quienes siguiendo el dictado de su ministerio en años anteriores se autoabastecen de energía con placas solares, y ahora se lamentan de su mala sombra. Ni que los arracime como ocurre en la inescrutable factura de la luz. Esperemos que, ahora que el aire se hace irrespirable, no nos cobren tributos por respirarlo puro, como se ha hecho en el aeropuerto internacional de Maiquetía (Venezuela), tras la instalación de acondicionadores de ozono. Y que no le echen la culpa a Bruselas porque nos abrume con la reducción del déficit fiscal, la contención de la deuda pública y la depuración del medio ambiente. Miedo nos da que, tras las elecciones, por aquello de la originalidad, nos aticen con otras extravagancias fiscales.

Ya ocurrió en España, en el pasado siglo en que se quiso gravar el uso de minifaldas; y en los años 30, los municipios gobernados por anticlericales exigieron impuestos a las iglesias por el toque de campanas, y el recargo de soltería a los curas. Como si el celibato fuera por gusto. Hoy día, la idea de Oscar Wilde de que «los solteros ricos deberían pagar más impuestos, porque no es justo que unos sean más felices que otros», se materializa en el IRPF a través de la deducción familiar en lugar de por un recargo específico a los solteros. Cuídense, sin embargo, los barbudos, ya que se han puesto de moda, porque se podría implantar un impuesto sobre la barba, como hiciera Enrique VIII en Inglaterra, y en Rusia, Pedro I.

Las palabras de políticos y famosos rebelan su afecto y desengaño. A Thomas Jefferson, se le adivinó su amor al morapio cuando dijo que cobrar altos impuestos a los vinos es como cobrar impuestos a la salud de los ciudadanos. Y El Quijote pedía prebendas por su condición de hidalgo al clamar: «¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca?». Aunque del pago nadie se libra, ni siquiera quienes carecen de rentas o riquezas, porque algo habrán de consumir para no morir; y ahí, en el consumo, es donde intervienen, a la chita callando, los impuestos indirectos. Para no pagarlos hay que morirse. Ya el filósofo chino Lao Tse dijo que «las personas se mueren de hambre porque el estado las machaca con sus impuestos», y es que «los impuestos, como las imprudencias, al final los terminas pagando» (Murray Rothbard).

Ronald Reagan contempló la fiscalidad desde una perspectiva diferente: «El contribuyente es el único que trabaja para la Administración sin tener que aprobar oposiciones». Y Karl Marx, siempre duro con el capital, recomendaba que «solo hay una manera de matar al capitalismo: con impuestos, impuestos y más impuestos». Aunque las comparaciones sean odiosas, el mundo fiscal tampoco se libra. El anarquista Lysander Spooner decía que el Estado era como un asaltador de caminos, peor todavía, porque éste «una vez que te ha quitado tu dinero te deja en paz y no sigue intentando convencerte de que es tu soberano y que tiene el deber de protegerte». Ni siquiera Mark Twain se privó: «La única diferencia entre un cobrador de impuestos y un taxidermista es que el taxidermista no se lleva el pellejo».

Con tales vientos, ¿cómo no tener tempestades? La alergia fiscal es muy común y como no se ha descubierto el fármaco que la cure, provoca un rechazo tal que el insigne economista John Maynard Keynes dijo «evitar impuestos es el único empeño intelectual que todavía proporciona alguna recompensa»; y si se trata de defraudar, subyuga más todavía. Algunos, intentan justificar el delito, atribuyéndolo, bien a que no se fían del administrador, «confiar nuestro dinero al gobierno es como confiar nuestro canario a un gato hambriento» (Hans Senholz); o a que las normas son tan numerosas que «ningún hombre sabe exactamente qué normas se hallan actualmente en vigor, ningún legislador, ninguna autoridad, ningún juez, nadie del pueblo» (Hermann Jahrreiss).

Hasta el mismo Albert Einstein se olvidó de su teoría de que todo es relativo y llegó a confesar por su complejidad que «lo más difícil de comprender en el mundo es el impuesto sobre las ganancias». Desconocía el sabio la dificultad de legislar, aunque «con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen» (Otto von Bismark). Y, una vez publicadas, hay que interpretarlas, y, si se duda, conocer el criterio de la Administración, porque «en cuestiones de criterio huelga toda discusión, siempre tiene la razón el que está en el Ministerio» (Pablo Parellada). Sin embargo, me siento inclinado a pensar que tanta queja es pura palabrería, y que, al contrario, los impuestos nos gustan, y mucho, tanto que, como dijo el genial humorista Chumi Chumez, «los españoles no ahorramos, somos unos manirrotos, nos lo gastamos todo en impuestos».

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats