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Británicos: el efecto «expat»

Así es la mentalidad que aísla a la mayor colonia de ingleses en un país no angloparlante

Un jubilado almuerza un plato inglés. La mayoría de los británicos busca mantener sus costumbres y vivir en una Gran Bretaña con sol. AXEL ÁLVAREZ

«No es por nada, pero ellos son diez y allí hay 400 fans de Inglaterra». Matt Hanham es un chico de 27 años de Bristol que ha venido con sus amigos a ver el amistoso entre las dos selecciones a Alicante. Señala en dirección a la Plaza del Mar, donde en los alrededores de la Casa Carbonell un grupo de chicos se sube a las sillas de las terrazas, cantan, lanzan algún botellazo y en resumen, se adueñan del lugar. La decena de antidisturbios que los vigila amaga una intervención. Al parecer, según la prensa inglesa, dos grupos de hinchas del Peterborough y del Porthsmouth habían aprovechado el viaje a Alicante para pegarse. Himnos y ruido en la Explanada. Matt mira a sus compatriotas y hace una introducción dramática abriendo los brazos antes de explicar por qué se comportan así: «Hacen lo mismo que los del Manchester United, pero con el equipo nacional. Se levantan y cantan eso de 'Somos Inglaterra / y haremos lo que queramos'».

Michael, abogado treintañero de Birmingham, está con su cuñado, bebiendo cerca de ellos. Se muestra «avergonzado» por este «comportamiento estúpido». «No sé qué vas a escribir, pero déjame decirte que somos buena gente, gente trabajadora. Estos son niños borrachos... ¿Sabes qué pasa? Allí trabajamos tantas horas, tenemos tan poco tiempo para nosotros mismos, que cuando sales un poco, explotas. Y ocurre esto». Un puñado de jóvenes se desgañitan. Un camarero espera pacientemente con el recogedor a que terminen la fiesta. Los policías esperan a que alquien proteste para hacer algo.

En el Reino Unido hay preocupación por la imagen exterior que este tipo de turismo proyecta sobre la opinión pública internacional. Hay capas de la sociedad en las que el discurso nacional de ser un país grande, antiguo y poderoso, percola de forma deficiente y cuando se combina con incultura y alcohol se transforma en una especie de licencia para abusar. En efecto, la condena al hooliganismo turístico es unánime en los medios británicos, que informan desde hace años del hartazgo que las vacaciones de estilo Magaluf o Lloret de Mar empiezan a generar en la sociedad española. También advierten que España «ha mantenido la guardia baja con los turistas extranjeros desde hace décadas», como señalaba un artículo de The Independent en 2011.

Desde España, articulistas y blogueros escriben para la sección «Expatriados», glosando las bondades de la cultura de terraza que te da sol, periódico y dos cortados en una hora por dos euros, y la comparan con la experiencia irritante en casa de tener cinco minutos para un café de cinco libras. En la cultura «expat», como se autodenominan los británicos que viven fuera de las islas, España sigue siendo, pese a perder miles de ingleses cada año por la crisis, una maravillosa reserva a proteger, como si estuviese amenazada por el progreso y los monstruos que produce, como los hooligans.

Alejados de la experiencia urbanita de los británicos más jóvenes, normalmente estudiantes y profesionales concentrados en Madrid y Barcelona, el grueso de los vecinos de las islas en España -en su mayoría jubilados y con una media de 55 años- asiente desde sus casas de campo y sus bungalows en la playa ante este discurso. Todos los anuncios que hablan del «lado brillante de la vida», como cantaban Monty Python, pero referido a la experiencia perenne de sol, se refiere al estilo de vida que ellos tienen en España.

Decenas de miles de británicos viven en urbanizaciones, diseminados, chalets, fincas y apartamentos de la provincia de Alicante, el lugar «de habla no inglesa con más británicos del mundo», según el vicecónsul de Reino Unido en Alicante, Lloyd Milen. Junto con el resto de nacionalidades pudientes del norte de Europa, tienen un estatus especial dentro del léxico político: «residentes comunitarios».

De todos ellos, sólo el 10% están integrados en la sociedad local, según diversas fuentes. El resto vive en un archipiélago de asentamientos donde el extranjero es el que habla español, donde los comercios muestran precios en libras y los servicios, desde fontanería hasta asesoría legal, se anuncian y se prestan en inglés. Un reino independiente alquilado por tiempo indefinido. Analizamos cómo esta mentalidad «expat» legitima el aislamiento, la convivencia pasiva y la modificación de de las comunidades de acogida sin que sea un problema para la opinón pública tanto británica como española.

Tom Burns Marañón es anglo-español, periodista y nieto del médico Gregorio Marañón. Criado entre ambos países, en su libro del año 2000 Hispanomanía defiende que los escritores europeos y especialmente los anglosajones del siglo XIX y XX crearon una imagen romántica del país que ha marcado de forma definitiva la percepción que todo el mundo tiene de España. «Era el último país del continente por descubrir. Aquí se encuentran un lugar sin modernizar, un sitio para la aventura y un pueblo indomable, de grandes cualidades pero también mucho retraso. Nace esa percepción romántica de España como país del todo o la nada, del gozo, de la militancia y la indolencia. Esto sigue teniendo mucho que ver en la manera en que el turismo de masas nos sigue viendo», asegura el autor, en una conversación telefónica.

La fiesta que fascinó a Hemingway, la Guerra Civil que marcó a Orwell o la vida de alpujarra que hechizó a Gerald Brenan generaron unas imágenes literarias y unas expectativas sobre el país que, de forma consciente o inconsciente, los turistas esperan enconcontrar y los medios británicos siguen utilizando para informar sobre el país. Las noticias sobre España cubren habitualmente asuntos como política y separatismo, fiestas populares y, desde hace unos años, tanto estilo de vida como información económica. El «Spain is different» con que eficazmente «Fraga quiso decir al mundo que un país especial podía tener un gobierno especial», como cuenta Burns, sigue teniendo aceptación.

Más de 50 años de turismo masivo y dos décadas de asentamientos sistemáticos han incluido elementos nuevos en los estereotipos sobre lo español. Cuando se consulta a británicos que conocen ambos países, las opiniones sobre lo español son mayoritariamente positivas, pero, sin dejar de ser «polite» y educados, son capaces de señalar contradicciones y ser críticos.

Si bien todos los ciudadanos británicos consultados hablan primeramente de los españoles como «amigables» y «abiertos», la pereza, la indolencia y la inercia que el imaginario europeo achaca al pueblo español -extendido al sur de Europa con la etiqueta que separa a lo socios pobres con el acrónimo PIGS- parece responder a algunas de sus preguntas sobre un declive económico que han seguido muy de cerca. «Hemos estado toda la mañana tomando cervezas y me he fijado en un tipo que estaba arreglando un tejado. ¡Ha tardado seis horas! Ese mismo trabajo en el Reino Unido se hace en 35 minutos», cuenta Michael entre risas. Sobre la percepción del esfuerzo, el periodista del diario online Euroweekly para la Marina Alta Buster Smith aporta una clave: «Un trabajador mileurista en España sabe que seguirá siendo mileurista haga lo que haga porque no hay una cultura de bonus o de incentivo por productividad, como sí ocurre allí. Cumple con su trabajo, pero no se mata», reflexiona. Amanda, enamorada sin idealismos de España, valora que «vosotros trabajáis para vivir; nosotros vivimos para trabajar, y eso es algo que valoramos mucho».

El carácter tradicional y familiar -algo esto último que «impresiona en Reino Unido», según Burns Marañón- también les ayuda a entender un país donde «no ha habido un estallido social pese a tener un paro superior al 20%», según Smith. «Con mucho menos, Inglaterra estaría en llamas», añade.

La tradicional dependencia de España de la Iglesia, señalada en su día por Voltaire como culpable del atraso del país, como recuerda Burns, también se ha transformado. George Thomas, escocés y católico, vecino de Xàbia y presidente del PSOE local, asegura que el español es religioso pero más en un sentido fiestero que espiritual, ya que es más fácil ver gente en procesiones «que en la misa del domingo».

Janice Batterbee, trabajadora de la OAMI, lleva más de 20 años viviendo en Alicante y puede hacer algunos comentarios sobre los «enormes contrastes» de los que son capaces los españoles, bajo su punto de vista. Si bien le fascina su «facilidad para tratar a la gente y su grado de tolerancia», le frustra que a la vez estén «cerrados a nuevas ideas». Cuenta, como muestra de la pasividad que ha experimentado en el país, que su marido y ella fueron los impulsores de un movimiento vecinal contra unas expropiaciones que afectaban a sus casas. Todos los afectados, menos ellos, eran españoles.

Mientras muchos británicos descubren poco a poco que el nuevo banco que se expande por los municipios del Reino Unido es el español Santander, que el aeropuerto de Heathrow lo opera Ferrovial, que Telefónica compra el segundo teleoperador del país y algunos de los más ricos del mundo, como enumera el perodista y también consultor Burns Marañón, son compatriotas de quienes todavía salen en sus anuncios como una especie de primos pobres y simpáticos del sur de la UE, una parte de esta nación se mantiene «cerrada y con miedo a lo que traerá el futuro». Quizá por «temor a perder un estilo de vida único, apreciado en todo el mundo» y que forma parte del orgullo de los españoles, como cuenta el también empleado en la agencia de la UE Thom Clark.

Si en algo hay acuerdo unánime es sobre que la burocracia española parece diseñada para retrasar el avance de sus ciudadanos. Bastan pocos meses de estancia, cuentan en la red, para sonreír con los chistes que circulan sobre las gestiones en organismos públicos: La «Ley del Falta Uno», referido a que siempre habrá un papel por presentar en cualquier ventanilla por muy concienzudamente que se haya preparado la instancia; el «segundo desayuno» de los «funcionarios» que paraliza el trabajo a media mañana y la exclamación «¡otra fiesta!», que explica de manera jocosa cómo los trámites pueden aplazarse varios días por la acción mágica de los «puentes» sobre el calendario laboral, según cuenta el redactor del diario gratuito escrito inglés. Algunos creen que esto se consiente porque «el peso de los sindicatos es muy fuerte en la sociedad española», como considera Sharon, con 15 años de residencia en Benidorm.

Desde Reino Unido, Mercedes Ferriz, una eldense que trabaja en Plymouth como farmacéutica desde hace cinco años, coincide en casi todos los estereotipos sobre los españoles. «Hay quienes aman España con tantas ganas que se diría casi que nos tienen envidia. Otros por el hecho de hablar inglés se sienten superiores. Algunos consideran a los españoles por debajo, por los trabajos que hacen aquí como camarero o "kitchen porter". Los ven como algunos españoles ven a los sudamericanos», explica por internet.

Entre los británicos residentes en Alicante, la punta de la lanza de la hispanofilia es muy fina: Son unos pocos los que hacen el esfuerzo por aprender una lengua latina «que no está en nuestro currículum educativo», según cuenta Susy, y que resulta muy difícil para una población jubilada. Además, ni los de su generación pero tampoco los jóvenes reciben el mensaje de su gobierno de que la tercera lengua más hablada en el mundo tiene importancia real. Algo que sí ocurre «con el francés y el alemán». Vecina de la urbanización Castalla Internacional, va a clase de español dos veces por semana.

«Pero la verdadera razón por la que no aprendemos español es que pensamos que nuestra lengua es hablada en todo el mundo y que por lo tanto los demás países deben conocerla. Somos arrogantes», admite.

«"Cuidado con la inmigración", dicen los británicos que disfrutan la soleada España». Es el título de un reportaje de Alastair Dawber publicado en abril de este año en The Independent donde recoge cómo el voto británico en El Campello y otros enclaves de la provincia gira hacia los conservadores y pone en cuestión la generosidad del sistema social con los trabajadores extranjeros. El corresponsal termina el texto: «algunos señalan que ser anti-inmigración en el Reino Unido mientras se beben pintas y se confía en el sistema sanitario español puede generar cierto escepticismo».

Como cualquier nacionalidad, la identidad inglesa de hoy es el agregado de todas las experiencias históricas de su pueblo. «El colonialismo ha sido parte de la historia británica y siempre queda algo de eso en la mentalidad. Hace sólo 70 años que salimos de la India. Es lamentable», considera Thom Clark, inglés, también vecino del barrio alicantino de Benalúa desde hace 17 años. Para el sociólogo de Pedreguer Carles X. Simó, dentro del «muy heterogéneo» imaginario colectivo del pueblo británico existe un «factor dominante en su forma de moverse por el mundo».

Los estereotipos y las creencias determinan el lenguaje y el comportamiento. En España, un país tolerante de por sí donde hace falta dinero, los pudientes británicos creen tener un estatus especial.

En un reportaje para la cadena Al Jazeera, el periodista inglés Lawrence Lee visita la Costa del Sol. Pregunta a un compatriota que regenta un comercio y que preside además una organización benéfica «para los españoles pobres». Le pregunta: «Entonces, la diferencia básica entre un "inmigrante" y un "expatriado" es que el primero llega a un país a recibir mientras que el segundo viene a dar, ¿no?». El tendero responde que cree que «esa es la idea más aceptada por la comunidad de residentes extranjeros».

«Expat» y «residente comunitario» son sinónimos: migran, a diferencia de los inmigrantes, por voluntad propia. Como usuarios de los hoteles de Benidorm, compradores de fincas rústicas en Hondón de las Nieves; residentes temporales de bungalows en Torrevieja o habitantes mayoritarios en pueblos de la Montaña; la mayoría de los «expats» sabe que su dinero da de comer a muchas familias españolas. Vive en un país extranjero, pero aporta. El término inmigrante no aplica y por tanto su compromiso con la nación de acogida queda cubierto.

«Ellos parten de la idea de que están alquilando un espacio donde vivir muy bien», razona el sociólogo. Legitimados para disfrutar del inmueble, como cualquier arrendatario, viven un retiro indolente, expansivo y egocéntrico, consentido por políticos y los empresarios del turismo.

Estos últimos, como denuncia el también sociólogo y coautor junto con Simó de un libro sobre la población europea de Teulada-Moraira, Jordi Giner, han separado turismo y residencialismo de la inmigración interesadamente. «Hay una mezcla interesada entre el turismo y el residencialismo y una especie de acuerdo por el que a nadie se le ocurre hablar mal del turismo. Lo llamamos el Efecto Mister Marshall, el turismo y estos asentamientos son presentados siempre como positivos a priori, algo que debemos "recibir con alegría"», cuenta el también investigador de la Universidad de Valencia. Giner se pregunta hasta qué punto la población es consciente de esta sutil diferenciación.

Así, el discurso que maneja la sociedad transmite la idea de que alguien rico que cambia de residencia es un expatriado o un residente y alguien que hace lo mismo sin dinero es un inmigrante. Esta línea separa a quienes deben aprender el idioma y hacer el esfuerzo por integrarse en la sociedad y a quienes les está permitido vivir en ghettos aislados sin ninguna obligación.

«Una comunidad que pretenda instalarse en el Reino Unido sin hablar inglés no sería tolerada por la sociedad británica. Sin embargo, les parece normal hacerlo en suelo extranjero», explica Janice. «Imagina que llegan a un county inglés 120.000 extranjeros que eligen vivir a su manera, aunque sea fuera del recinto urbano. Provocaría una crisis», apunta el sociólogo de Pedreguer.

Los expertos plantean que, ética aparte, esta raya entre comunidades extranjeras permite el crecimiento descontrolado de los asentamientos de residentes, que modifican a la comunidad local. La idea que manejan es que facilitar al máximo la vida a los residentes, sin regular desde carteles hasta servicios, les convierte en eternos turistas, como prueban los vecinos que llevan 20 años en España y «presumen de manejarse con 10 palabras en español», como cuenta el periodista Duncan Campbell en un artículo para The Guardian.

«A un turista no se le pide nada, pero alguien que está registrado, empadronado, tiene derechos, pero también obligaciones. Hemos sido nosotros, la comunidad de acogida, quienes nunca les ha exigido nada», opina Giner. La idea de Raquel Huete, socióloga de la UA, va por la misma línea. Creen que esta avalancha de turistas de facto amenaza la identidad de Alicante y que puede llegar a morir de éxito, como ocurre en Barcelona y en otras ciudades como Granada. Huete cree que el uso del valenciano podría perderse en partes de la provincia -«hay extanjeros que rechazan el valenciano», cuenta Giner- y que la demanda de productos y servicios en algunas zonas, como la Vega Baja -con San Fulgencio y su urbanización La Marina como gran ejemplo de ghetto angloparlante-, podría desdibujar la identidad local.

Si, como señaló el filósofo Ludwig Wittgenstein, «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», los sociólogos creen que romper las barreras de esta convivencia empieza por cambiar el lenguaje. Simó apuesta por rebautizar el residencialismo como «inmigración residencial» y así aceptar que se trata de un movimiento de población y por tanto una cuestión demográfica y social.

La diplomacia sabe muy bien la importancia que tiene el discurso. «¿Qué diferencia hay entre un expatriado y un inmigrante?». El vicecónsul de Alicante se toma un segundo antes de contestar y ríe. «Tengo muy claro que soy un inmigrante; soy una persona de otro país que ha elegido España para trabajar», asegura Milen.

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