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El guerrero que amansa las fieras

Este hombre es luchador, follonero, adiestrador de perros, guardaespaldas y muchas cosas más

El guerrero que amansa las fieras PEPE SOTO

Su padre, con poca faena en Valdepeñas, encontró trabajo en la empresa Cobra como montador de torres de hierro para Hidroeléctrica Española (hoy Iberdrola, más o menos). La familia Del Fresno-Cañaveras se trasladó a Alicante en tren, con cuatro maletas, un botijo y con el hijo mayor, Alfonso, que ocultaba su perra en una caja de cartón. Y montó su primer lío. Durante el trayecto, los ferroviarios detectaron al animal, pero el chaval consiguió mantener a salvo a su mascota y se apeó del vagón con la perra entre su brazos. Bronca.

La familia se instaló, primero, en un pisito de la calle Trafalgar y, algo más tarde, en la de El Pozo, siempre a los pies del castillo lucentino. Ahí vivió su antesala hacia la adolescencia. Desde el aula del colegio de Educación y Descanso se aburría de mirar a fulanas follando entre las ventanas que trasladaban su pupitre al burdel de «Las Tinajas»; también del viejo profesor que intentaba explicar a sus alumnos el mapa de una España pobre y triste.

Alfonso del Fresno abandonó los estudios a los 13 años. Se colocó en una empresa de vulcanizados de caucho que fabricaba aletas y gatas de buceo. «Era muy vivo, pero menudo, incapaz de bajar del horno los moldes de aluminio y me enviaron a Ignacio, que tenía 30 años, para que realizara el trabajo más pesado», relata.

Pronto cambió las gomas por el asfalto. Los Cascales lo emplearon como peón en una empresa dedicada a las cubiertas de naves industriales. Acabó de encargado, pero su destino cambió y se colocó como jefecillo en la empresa Tezone, del mismo ramo industrial, mientras que practicaba la lucha grecorromana, un deporte en el que cada participante intenta derrotar a su rival sin golpes. Setenta victorias y sin derrota.

La pérdida más severa la registró en el barrio de La Florida: un judoka frente al campeón de España de los pesos pesados. de boxeo «Le di un guantazo al inicio del combate, se quedó jodido, pero sus guantes me llevaron a la pérdida por puntos».

Punto muerto: el servicio a la patria. «La mili me marcó mucho. No tenía buena reputación por mis travesuras en la adolescencia y estuve más de 20 días sin ropa militar. Me putearon mucho hasta que un sargento, Yañez, me metió en el mundo del judo», recuerda.

Ya licenciado consiguió el cinto negro para apretarse el kimono y trabajó como instructor y participante de la mano de Alberto Valverde durante siete años en Maristas y otros tantos en Montemar. Mientras seguía con su labor de amansar a perros peligrosos o caballos. Mirada dura y calma: ahí sí manda Alfonso.

Trabajó para la Policía Municipal adiestrando perros para localizar drogas, personas desaparecidas o billetes. Tenía negocios de venta de ropa, una y su fortaleza le llevó a trabajos de seguridad en la sala de fiestas «La Carreta». También tuvo una cuadra de caballos en Rabasa para alquilar. «Me gustaban mucho los coches y vivir bien», asegura Alfonso.

Hace 30 años compró una cueva en La Alcoraya. Allí instaló el centro de adiestramiento de perros y caballos.

La cueva permanece intacta; la finca Los Fresno sí ha cambiado. Su hijo menor quiso ser torero, y el padre le construyó una plaza de toros rectangular, El chaval iba a la Escuela Taurina incluso toreó alguna vaquilla: «Le faltaba valor, tenía ganas y algo de clase, pero ahí no había torero». Se pasó al fisioculturismo y, apodado «El Tigre», ha llegado a ser campeón del mundo.

Ha adiestrado a miles de perros, y asegura que jamás ha fallado. «Mi labor es tratar a un perro agresivo hasta convertirlo en cordero. Cada perro es distinto; tienen un sexto sentido y se guían por la intuición».

A la entrada de la finca se encuentra Goliat, un tigre en blanco y negro que pesa 250 kilos. Todos los días se pasea un ratito con su amo por una finca en la que residen perros en proceso de formación, dos caballos, decenas de pavos reales, gatos, pollos, gallos y gallinas.

Ha tenido una vida agitada. Siempre inquieto, a mediados de los años sesenta, formó parte y lideró la «Peña Bucaneros», una pandilla que hacía temblar a otros jóvenes. Llegaron a ser hasta 400 chavales y chavalas. Quedaban sábados y domingos en la puerta del Bar Manolín y de ahí a las discotecas o a los guateques que montaban en su guarida de Los Ángeles. «Nos pegamos galletas con otros grupos, pero jamás nadie sacó un arma», dice Del Fresno, que prefiere no hablar de ese tiempo. Dejó de ser Jhonny.

Tiempo pasado. Ahora está tranquilo en Los Fresnos, con su esposa, Yusmeny. Tiene dos hermanas, Inés, que es empresaria, y Josefina, médico anestesista que se recupera de una lesión.

Alfonso es un tipo feliz que se aleja de los follones a toda marcha sobre un Ford Mustang amarillo de 1994.

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