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Zombis del móvil ¿Hacia el «homo digitalis»?

Expertos alicantinos diseccionan el profundo cambio social que causan los teléfonos inteligentes

JOSE NAVARRO

«Cuando te paras en un paso de peatones, ves que el 30% de la gente cruza mirando el móvil. En el interior del vehículo ocurre lo mismo. Está habiendo muchos accidentes por esto». El peligro de los «peatones zombi» es una realidad más que consolidada en la capital de la provincia, según cuenta un técnico de emergencias alicantino que conduce ambulancias por la capital. Usted los ve a diario también: viandantes que caminan torpemente concentrados en sus aparatos, separados del ruido por sus auriculares, que se mueven casi por instinto. Algunas investigaciones han demostrado que ven apenas el 5% de lo que les rodea. Su necesidad de estar conectados les convierte en minas humanas que generan el 98% de los accidentes de tráfico provocados por el peatón, según un estudio nacional de la Fundación Mapfre.

También la DGT ha alertado sobre esta plaga lenta que se estrella contra el mobiliario urbano, contra otros peatones o contra vehículos en movimiento. No parece que vayan a disminuir en número. Cada año desde 2012, en España se venden más de 10 millones de smartphones, según datos de la consultora Kantar Worldpanel. En ciudades tan próximas como Murcia han tenido que pintar señales en el suelo para recordarles que en el mundo real no es buena idea cruzar la calle sin mirar. En urbes tan lejanas como la china Chongqing directamente han pintado un «carril bici» para que los «smartphone zombies» caminen a su ritmo sin estorbar a las personas.

Grupos de amigos que lo parecen sólo por compartir una mesa con bebidas, cenas románticas a la luz de dos pantallas, paradas de autobús donde el raro es el que no mira su teléfono... La abducción es global y permanente. La conexión continúa durante horas en las oficinas, en los hogares y en las aulas. Ya hay más teléfonos móviles que personas -50 millones de líneas en España, 7.300 millones de terminales en el mundo- y el 35% de los menores de 35 años del primer mundo pasan más de cinco horas al día conectados a internet desde dispositivos móviles. Prácticamente no quedan actividades profesionales, formativas y de ocio que no pasen por una conexión a internet y una pantalla.

El paisaje humano ya no es el mismo desde que el smartphone permitiera a partir de 2009 acceder a internet desde cualquier lugar. En restaurantes, conciertos, reuniones, transportes y en todo tipo de lugares de encuentro empiezan a ser mayoría quienes prefieren poner su atención en lo que ocurre en las redes sociales, chats de mensajería instantánea, portales informativos o plataformas de juego que en un mundo real que se ha quedado aburrido y parece incapaz de generar tantos estímulos como produce el ilimitado universo online. Y si bien el grado en que los adultos integran estas tecnologías en su vida es inversamente proporcional a su edad y todavía recuerdan un mundo sin móviles; los nativos digitales ya crecen construyendo sus primeras experiencias educativas y sociales sobre estas plataformas, generando patrones de comportamiento y de relación que alarman a los padres e intrigan a los investigadores. ¿Estamos ante una simple edad del pavo digital o es verdaderamente una prehistoria del llamado «homo digitalis»? Consultamos con expertos locales los rasgos de un cambio universal.

Antonio Campillos vive en Mutxamel, tiene 53 años y dos gemelos de 16. «El problema son las pantallas. Tienen tablet, ordenador y móvil. Si les tengo que castigar por algo no basta con quitarles una de ellas porque se conectan con la otra. La solución es apagar internet en casa», explica este informático preocupado por sus hijos. Da con la tecla; el uso excesivo y que degenera en abuso lo causa la red que proporciona contenidos ilimitados, no en el aparato que los reproduce.

Es uno de tantos padres que observan cómo sus hijos pasan las tardes «socializando» a través del móvil. «Ellos salen y hacen vida normal, pero es cierto que lo que para mí eran grupos de amigos en la calle para los adolescentes de ahora son grupos de whatsapp en el móvil», asegura este padre. El traspaso de horas al mundo virtual que propicia internet también es cosa de adultos.

Mientras la ciencia sigue pensando qué decir, del ingenio popular que se cita en la red surgen neologismos, la mayoría tan negativos como necesarios, para describir situaciones de la nueva realidad social. Desde el citado «smartphone zombie» al «phubbing» que describe la falta de atención a las personas presentes para atender el móvil, pasando por la fórmula «alone together» -solos juntos, en traducción libre-; la sociedad empieza a reconocerse dividida entre la vida real y lo que ocurre en la red y reflexiona sobre los cambios acelerados por los que está atravesando. Medio en broma medio en serio, se habla de un apocalipsis zombi que en lugar de por no muertos estará protagonizado por personas medio vivas.

«Estamos viviendo una revolución como la que fue el descubrimiento del fuego o la invención de la rueda», asegura la psiquiatra alicantina María Angustias Oliveras, esbozando una idea en la que están de acuerdo la mayoría de los expertos consultados para este reportaje.

Las voces de alarma trascienden la reunión de padres y madres de alumnos -donde en ocasiones los que lamentan la adicción de sus hijos son quienes les sirven de ejemplo de zombi con smartphone-. Las consecuencias físicas de pasar más horas sujetando una pantalla de las que biológicamente se espera de nosotros que pasemos ya tiene titulares serios: la referencia médica británica The Lancet habla de «Whatsappitis» para referirse a la inflamación de tendones en el pulgar por teclear en exceso mientras el síndrome del ojo seco se hace famoso como queja silenciosa del cuerpo por parpadear ante pantallas cinco veces por minuto cuando estamos preparados para hacerlo otras veinte veces más. «Hace diez años el porcentaje de estudiantes miopes era del 5% del total. Ahora, el 50% de ellos no ve bien de lejos», aseguran desde el Colegio de Ópticos Optometristas de la Comunidad Valenciana.

La red recoge también mucha información sobre el «text neck» y cómo esta postura forzada afecta a la espina dorsal y de los síndromes fantasmas por los que notamos vibraciones y oímos llamadas inexistentes.

La sirena sigue aullando en el campo de la salud mental. Surgen también los primeros debates sobre si existe o no adicción a una actividad, conectarse a internet, que no consiste en ingerir sustancias. «La discusión sobre si hay adicción no goza de acuerdo científico. Para que lo hubiera, el abuso de internet debería causar problemas laborales, en las relaciones con los demás y síndrome de abstinencia, y de momento estos síntomas sólo están probados en el juego online», asegura el psicólogo y especialista en conductas adictivas de la UMH José Luis Carballo.

El experto no niega sin embargo la existencia de un problema social aunque no haya pruebas suficientes de que no poder usar internet cause «mono». «Es cierto que cada vez más padres piden atención psicológica para sus hijos porque pasan mucho tiempo en línea», asegura. Pide «más investigación» porque a través de las redes sí pueden producirse trastornos psicopatológicos.

«Generamos identidades digitales que pueden no corresponderse con la vida real. Si resulta que soy más querido en internet que en la calle, ¿dónde voy a estar más tiempo?», reflexiona el psicólogo. Señala además el problema de coherencia entre ambas identidades que puede llevar a inhibir una en favor de la otra. En este choque con frecuencia sale mal parada la realidad física. «Si me genero un perfil, cuando salga a la calle intentaré cumplir con las expectativas de ese perfil, ya sea opinando de todo, siendo un histrión o un narciso... Hay un choque entre lo que soy en un lugar y en otro», opina. «Necesitamos investigar más para saber qué es normal y qué no lo es en estos tiempos».

Oliveras, psiquiatra y perito judicial, opina diferente. «Claro que puede haber adicción; el uso del móvil se hace en detrimento de otras actividades», declara. Sin embargo, admite que su análisis de esta nueva realidad hiperconectada es sesgado. «Soy homo sapiens, y por tanto una especie a extinguir», admite antes de descargar contra sus sucesores: la información que se consulta por la red «no se asimila» y el uso de las tecnologías facilita en exceso las actividades hasta volver al cerebro perezoso por contar con un instrumento poderosísimo.

El apartado donde hay más quórum a la hora de prever consecuencias es en la comunicación interpersonal y entre grupos de personas. Internet y dispositivos es un binomio que, a grandes rasgos y con lógicas excepciones, significa mensajes directos, rápidos, masivos y en muchas ocasiones, pobres. «El smartphone es un aparato del que si no se abusa es muy útil, pero se está utilizando para todo y eso repercute en los jóvenes: cuando te expresas con pocas palabras no puedes desarrollar ni comprender conceptos», considera Mª Isabel Alfonso, directora del Departamento de Ciencia de la Computación e Inteligencia Artificial de la UA.

Así, entender y expresar a través de una pantalla es una verdadero reto para una especie que se ha forjado durante miles de años en una comunicación cara a cara. «Las redes sociales, los grupos de Whatsapp... Suprimen lo más importante de la comunicación humana, el contenido no verbal: si lo quitas, es verdad que generas un mensaje en un entorno de control, de seguridad. Pero luego, en la calle, no te sientes tan poderoso, hay mucha más información que no se controla y surge la fobia social», razona Oliveras. ¿Guarda relación esta idea con el hecho de que cambiemos llamadas incómodas por felicitaciones por mensaje? ¿Con los adolescentes de mirada esquiva sin urgencia de calle y los adultos atrapados en una doble identidad donde vivir la virtual es más agradecido? Parece que las generaciones que conviven en la actualidad han descubierto que es más cómodo elegir y enviar un icono alegre que forzar una sonrisa en persona.

Para el psicólogo social de la UA Jesús Cancillo, el hombre de hoy está torpemente atrapado entre sus necesidades pasadas y las herramientas que ya están marcando su futuro. «Somos animales sociales; estamos hechos para reconocer los gestos de los demás, para identificar caras y reconocer movimientos incluso en la distancia, para recoger información de una vida en colectividad», argumenta, mientras apunta que las redes sociales, carentes de tono, gesto o mueca, «sustituidos por emojis», «quitan estos elementos de juicio y dejan una información que, de momento, no nos es suficiente. «Es como ir en coche; la ausencia de rostro nos hace verlos a todos iguales y nos volvemos agresivos si hacen movimientos amenazantes. Pero la reacción puede cambiar mucho si vemos quién lo conduce».

Una revolución tecnológica siempre ha dado alas al catastrofismo y generado debate entre apocalípticos e integrados. Más próxima a la visión optimista es la opinión del investigador del Instituto de Neurociencias de la UMH Luis Miguel Martínez, quien de entrada niega que sean estos dispositivos los que hayan disparado la miopía. De hecho, el origen de este problema está, asegura, en ese mismo mecanismo evolutivo que adaptó nuestra visión a la búsqueda de alimento y amenazas al aire libre. «Desde los años 60 pasamos más tiempo en interior, mirando objetos de cerca y con luz artificial», explica el también director del laboratorio de Neurociencias Visuales. «No es algo de hace diez años».

La pereza para ejecutar cálculos sencillos porque se tiene a mano la aplicación calculadora o la pérdida de memoria a corto plazo que ya certifican algunos expertos por el uso del móvil es algo que no niega Martínez. «Ya no memorizamos el teléfono de nadie, ni datos históricos o de cualquier tipo que sabemos que van a estar en la red; pero, sin embargo, estamos perfeccionando los mecanismos para buscar esa información. Creo que vamos a perder en almacenaje de datos para ganar en estrategias para obtenerlos. Es obvio que la tecnología nos cambia, que esto es una revolución y no un simple cambio y que no vamos a volver atrás, pero hay que recordar que los mismos argumentos en contra de la tecnología que se escuchan ahora se daban en los tiempos de los socráticos. Y que hace 50 años se decía que los niños se pasaban el día viendo la televisión. Hoy convivimos con ella», reflexiona el investigador. Eso sí, asegura que pasar 10 horas al día mirando un pantalla es una «barbaridad» para la que no estamos preparados.

En el mismo centro, su compañero Santiago Canals también decreta que no hay vuelta atrás: «el sistema nervioso está diseñado para adaptarse a las condiciones y a dar la mejor respuesta, es inevitable que a la larga cambie la manera en que solucione problemas. No vamos a renunciar a estas tecnologías, pero tampoco tiene por qué ser malo», asegura.

Ya hay estudios, señala, que prueban cómo aumentan en los más jóvenes las zonas del córtex dedicadas al control fino de los pulgares. También refiere Canals estudios que relacionan una mayor capacidad en general en los sujetos que gestionan círculos sociales más amplios, como los que cabe esperar en un ser humano que no deja de ser social y que amplía gradualmente su anillo de familiares, amigos y conocidos con una cuarta dimensión de contactos virtuales. También abre la puerta a una idea inquietante: si bien la comunicación presencial ha sido fundamental para desarrollar la empatía y la solidaridad entre los individuos, «habrá que ver qué ocurre si en algún momento nuestro cerebro es capaz de asignar un valor emocional igual de significativo a un "me gusta"». Es decir, si en algún momento una notificación digital puede generar la misma reacción en el sistema nervioso que unos ojos que gritan «ayúdame».

En cualquier caso, parece que este camino hacia el «homo digitalis» se va a recorrer en ritmos paleontológicos. Como señala Jesús Cancillo, «evolutivamente hay poca diferencia entre un romano y nosotros».

Mientras en internet aumentan los mensajes de «mantengámonos humanos» y surgen alegatos neoluditas -en referencia a la «rabia contra la máquina» que llevó a algunos artesanos a seguir a Ned Ludd para destrozar telares automáticos en la Inglaterra preindustrial-, también desde Alicante se hacen invitaciones a recordar otros cambios tecnológicos que fueron mucho menos cruentos de lo anunciado.

La profesora de Semiótica de la Comunicación de la UA Cande Sánchez elige un párrafo de El fin de los libros, publicado por Octave Uzanne en 1894: «Por ello estoy convencido del éxito que tendrá todo aquello que fomente y cultive la pereza y el egoísmo del hombre. El ascensor acabó con las escaleras en los edificios, y del mismo modo es probable que el fonógrafo destruya la imprenta. Nuestros ojos han sido concebidos para ver la belleza de la Naturaleza, no para estropearse en la lectura de textos; llevamos abusando de ellos demasiado tiempo, y no es necesario ser un sabio oftalmólogo para conocer la serie de enfermedades que amenazan nuestra visión (...)». Ciento veinte años después, el hombre sigue construyendo escaleras y leyendo sin enfermar páginas como estas, recién sacadas de una imprenta.

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