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El (eterno) retorno al exilio

Cuando fuimos refugiados

La crisis de los desplazados despierta el recuerdo de Alicante como tierra de exilio y acogida

Cuando fuimos refugiados

Cuando Helia González ve las noticias por la televisión en su casa de Elche y se topa con las imágenes de los refugiados sirios luchando por un hueco en un tren hacia Alemania, viaja al día que ha marcado su vida. «Mi padre acababa de llegar de Madrid. Mi madre llevaba una maleta con ropa para él, para mi hermanita y para mi. Se había puesto todos sus vestidos encima para hacer hueco. Cuando llegó el tren para salir hacia Alicante la gente se amontonó en la puerta. Los adultos entraban corriendo hacia las ventanas para meter a los niños y los bultos. Así nos metieron a mi hermana y a mí», recuerda. Las imágenes que llegan desde Budapest permiten imaginar la trágica escena del 28 de marzo de 1939 en la hoy anodina estación de Elche-Parque. Dos días después, Franco declaró el fin de la guerra civil que sirvió de preludio en España a una Segunda Guerra Mundial tan atroz con los civiles que obligó a reconsiderar la condición y el tratamiento de las víctimas más débiles de una contienda a través de la Convención de Ginebra y sus protocolos posteriores. Ahora, mientras el continente europeo discute este compromiso, sobrepasado por su hora de la verdad, la historia se repite en imágenes y coloca ante sus habitantes réplicas en color del espanto que vivieron sus padres y abuelos. «Lo que está pasando es lo mismo que entonces. Todo el mundo empujando, con miedo de no caber», sostiene esta octogenaria, hija de un «pacifista» movilizado al frente de Madrid por la República «para llevar comida a la trinchera y hacer partes». Helia, con la memoria puesta en la estación de Elche y en el puerto de la capital, es una de las últimas personas que pueden contar la huida de las dos mil personas que escaparon desde Alicante de la represión y la miseria a bordo del Stanbrook. Es la voz de cuando éramos nosotros los refugiados.

La Historia se repite

La diáspora de desplazados alicantinos del 39 se concentró en Francia y en el Norte de África, de donde 20 años más tarde regresarían muchos junto con los descendientes de europeos afincados en Argelia. La violenta independencia de la excolonia francesa trajo de nuevo a los muelles alicantinos a miles de nuevos refugiados que fueron acogidos con calidez. En ambos procesos, las dificultades que tuvieron que atravesar no son esencialmente distintas a las que sufren la parte de los sirios e iraquíes que huyen en Europa de la guerra en Oriente Medio.

Parece que la Historia es tan perezosa que se limita a cambiar detalles como nombres y fechas para mantener lo esencial en su crónica del paso del ser humano por el mundo. El investigador Félix Santos compone en su libro Exiliados y Emigrados: 1939-1999, publicado hace doce años, el siguiente párrafo: «Francia, que había visto cómo en el curso de los tres primeros meses de 1939 el número de refugiados españoles había sobrepasado el medio millón, intentó desembarazarse del mayor número posible de ellos. El Gobierno francés, agobiado por los problemas que le creaba aquel éxodo de dimensiones inesperadas y por los gastos que le ocasionaba, llevó a cabo campañas entre los refugiados para fomentar su repatriación, buscó nuevos países de asilo y terminó (...) promulgando leyes que disponían el trabajo obligatorio de los refugiados». Las características del éxodo y la actitud hacia los desplazados en el país de «acogida» que describe podría ser un análisis periodístico sobre la actual crisis humanitaria en Europa.

Porque la UE -cuyo mecanismo de vigilancia de fronteras, Frontex, cifra en 400.000 las personas que han llegado al continente entre enero y junio de 2015-, está desbordada por esta peregrinación en busca de asilo que lleva gestándose tres años en la frontera norte de Siria, sobre todo en sus vecinos Líbano y Turquía. Por ello la Unión negocia con los países de tránsito para reducir el influjo de desplazados, distribuye cuotas obligatorias de acogida entre sus estados miembros -quienes alegan problemas de financiación para rechazar o reducir su cupo- y contempla indolente cómo algunos de sus socios limitan a golpe de antidisturbios el acceso a sus fronteras, intimidan a los migrantes con vídeos y anuncios en la prensa árabe, promulgan leyes exprés que criminalizan la entrada ilegal en su territorio y retienen en campos vigilados por la policía y el ejército a los refugiados que escapan de la ruina del sur, caso del tristemente famoso maizal de Röszke en la frontera entre Hungría y Serbia.

Este primer país, el «lugar de humillación para refugiados», según la ONG Human Rights Watch, ni da soluciones ni atiende debidamente a estas personas mientras la opinión pública manifiesta pasividad y división de opiniones acerca del trato que deben recibir. El relato de un alicantino en uno de los «centros» de internamiento para refugiados de la Guerra Civil que improvisó Francia diez años antes de la Declaración Universal de Derechos Humanos -donde se recoge el derecho a recibir asilo- demuestra las cosas han cambiado poco entre 1939 y 2015. El periodista Ángel Pozo Sandoval, capitán republicano, interno en el recinto de Argelès-Sur-Mer -uno de los 14 campos de concentración que hubo en el sur del país vecino- y asilado de la URSS hasta su fallecimiento en 2008, dejó constancia escrita del trato «humillante, bestial, indigno de gentes civilizadas» que recibieron de «los gobernantes reaccionarios franceses y sus sicarios», así como de la solidaridad «que nos mostró el pueblo francés en todo momento».

En su testimonio escrito habla de Argelès como un centro de «internamiento» compuesto por miles de agujeros en la arena donde se guarecían del frío 75.000 refugiados civiles y militares españoles en tiendas de campaña, con escasez de alimentos y sin más medidas de higiene que el agua salada del mar. Eso sí, estaba fuertemente vigilado por soldados árabes y senegaleses de «gran brutalidad». «De no ser por esa solidaridad, nuestros sufrimientos y sacrificios habrían sido mucho mayores. Las autoridades demostraron su absoluta incompetencia para resolver los innúmeros problemas que les planteó nuestro éxodo», sentencia el relato de Pozo recogido por un número especial de la revista Canelobre editada por el Instituto de Cultura de la Diputación Juan Gil-Albert.

A falta de un derecho internacional vinculante, los compromisos de los países de acogida para con sus refugiados eran entonces, con suerte, indefinidos. Los más pobres y carentes de contactos en el exilio no podían esperar mucho más que comer algo a cambio de trabajar en condiciones de semiesclavitud, contraprestación con la que se toparon muchos de quienes huyeron a Francia. Sin embargo, los mejor situados política, social y económicamente pudieron acceder a los destinos más implicados con la causa republicana. La URSS y sobre todo México, que acogió a una parte fundamental de la crema intelectual española y alicantina -entre ellos el propio Gil-Albert o el también alicantino dos veces nominado al Nobel Rafael Altamira-, eran los exilios más generosos pero también los más lejanos.

Quizá hoy la analogía esté en el rol de exilio dorado pero de difícil acceso que ofrecen Suecia y Alemania: Las familias más pudientes encuentran pasaportes falsos y billetes de avión a Estocolmo desde Turquía por 30.000 euros, mientras los pobres pagan menos de 500 por un hueco en una atestada barcaza hacia las costas griegas para probar suerte a pie atravesando los Balcanes hacia la UE. Son la versión moderna de los desheredados que en 1939 cruzaron los Pirineos o el Mediterráneo con lo puesto mientras los acaudalados se alejaban en avión o en barcos transatlánticos.

Los refugios de proximidad, como fueron Francia y el norte de Africa para los republicanos españoles; o lo son Turquía, Jordania, Líbano, Grecia, Italia y, en un contexto migratorio más amplio, también España en la crisis actual, soportan peor la carga de asilados. El mismo nerviosismo por la invasión de extranjeros desharrapados que se respira hoy en todo el Mediterráneo norte se podía palpar desde París hasta Marsella en 1939.

«En la sociedad francesa había una gran división entre derechas e izquierdas y se dejaba sentir en la actitud hacia los españoles. Es una de las similitudes más evidentes entre lo que está pasando ahora y lo que pasó entonces: aunque parte de la sociedad actúe correctamente, lo que predomina es la indiferencia hacia el refugiado», asegura el historiador Francisco Moreno.

Por su parte, el también especialista en la contienda civil Juan Martínez Leal ve un «paralelismo evidente». «Son dos guerras civiles que generan situaciones humanitarias catastróficas. En el 39, Francia abrió la frontera con improvisación y mucho debate sobre el coste que tendrían los refugiados. La opinión pública estaba dividida entre los partidarios de la solidaridad y quienes veían una masa humana peligrosa», explica Martínez.

Campos en la arena

«Yo estaba tranquila porque estábamos todos juntos ya: mi único miedo era no vera mi padre y llevaba ya unas horas con nosotros». Helia se recuerda a sus cuatro años sentada en la tapa de un baúl sobre la atestada cubierta del mercante a vapor Stanbrook a las ocho de la tarde del 28 de marzo. «Había mucho miedo en el ambiente; recuerdo una familia de Málaga con la que compartimos una tortilla que estaba aterrada al volver a ver aviones bombarderos como los que había sobre el puerto; un chico que saltó desde el puente hasta abajo para cubrirse... Era imposible bajar a los aseos porque había gente por todas partes», rememora. Pese al riesgo de hundirse con una cifra de entre dos mil y tres mil personas a su cargo, el capitán del Stanbrook, Archibald Dickinson, partió esa noche en un periplo de 20 horas de viaje hacia Orán en zig zag que sigue clavado en los recuerdos de Helia. «El capitán cambiaba de rumbo para despistar y hubo gente que creyó que nos iba a entregar a los franquistas en las Baleares. Muchos desesperados prefirieron tirar sus pasaportes y documentos al mar», cuenta esta refugiada.

Hoy, los desplazados que buscan las mejores condiciones de asilo en los países de la Europa lejana cruzan Hungría con pegamento en los dedos para no ser identificados y evitar así ser devueltos al punto de inicio de su odisea. Muchos otros mueren ahogados en el Mediterráneo en botes sobrecargados. Otros llegan a tierra en buques civiles, en operaciones de salvamento como la del Venizelos, fletado por el gobierno griego, o en embarcaciones capitaneadas por mafiosos. Los detalles y los nombres cambian, la angustia de los que van dentro a afrontar «un futuro completamente desconocido tras perder su país y dejarlo todo atrás», como explica Martínez Leal, permanece pura con el paso de las décadas.

«Mi padre quería ir a México, pero al llegar a Orán le pareció imposible. Estuvimos días en el puerto por el cordón sanitario. Las mujeres y los niños pudimos bajar del Stanbrook y mi padre, mientras estuvo en el barco, pudo lanzarle un papelito con el nombre de unos primos que vivían en un pueblo a 80 kilómetros a una de las personas que se acercaban a traerles comida al muelle. Al cabo de unos días aparecieron sus primos. Nunca supimos más de la persona que les entregó el papel», cuenta Helia.

Como la del entrenador de fútbol sirio perseguido y pateado en Hungría que ha llegado poco después a Getafe con un contrato de trabajo, los dramas de refugiados arrojan a veces historias de reluciente humanidad. «Si esa persona no hubiese ido a buscar a los primos de mi padre, hubiésemos ido a uno de los campos de refugiados de Argelia», explica Helia. Demostrar contactos y apoyo económico local era y es la clave para superar barreras administrativas en el país de acogida.

Colomb-Bechar, uno de los más duros centros de trabajo para los españoles acogidos por Francia en su colonia, fue donde terminó el sargento de la CNT Álvaro Ponce de León, alicantino y padre del hoy profesor de la UA Pedro Ponce. Viajó en el petrolero El Campilo, fletado a última hora desde Cartagena con rumbo a Orán. Su hijo cuenta que el barco sufrió la misma cuarentena desatendida que el Stanbrook, que había llegado poco antes. «Las autoridades francesas no se portaron bien con nosotros. Aparte de privarnos de alimentos, impedían por la fuerza que nos lo ofrecieran los muchos oraneses que intentaban acercarse a los barcos para lanzarnos bolsas», explica en la anteriormente citada edición de Canelobre otro pasajero alicantino del petrolero y activo divulgador del exilio, Conrado Lizcano. Atestiguó un trato de «prisioneros de guerra» en un país supuestamente aliado de la República, como el recibido por los trabajadores en el desierto para construir el ferrocarril transahariano.

Unos 12.000 españoles huyeron de la guerra en el norte de África desde barcos del Levante, según varias fuentes. Muchos empezaron sus vidas en el exilio en los campos de Medea o Boghari antes de vivir diversa fortuna en las ciudades. Helia y su familia lograron vivir más de siete años de actuar en compañías de teatro. Ponce de León sobrevivió al trabajo en la «unidad de telégrafo» de la vía férrea y marchó a Orán, donde conoció a su futura esposa. «Mis padres estuvieron allí desde el 51 hasta 1962. Mi padre conocía a gente que sabía bien lo que estaba pasando entre los árabes. Un día le dijeron "eres europeo y van a ir a por ti; es mejor que te vayas"», recuerda su hijo Pedro. El combatiente republicano volvió a un España.

No fue el único que hizo ida y vuelta. «Mi padre se vio venir lo que iba a pasar y dijo que nos volvíamos», recuerda Helia.

El viaje de vuelta

Veintidós años después del viaje del Stanbrook, la revolución liderada por el FLN para echar a los franceses de Argelia y convertirse en estado independiente vuelve a generar salidas apresuradas del hogar con el equipaje que cabe en los bolsillos y escenas de pánico en los puertos. La violencia invertía el rumbo y la tierra de exilio iba a convertirse en lugar de acogida para miles de pieds-noirs -habitantes de Argelia de origen europeo- que vieron más predisposición y posibilidades de futuro en España que en Francia. En aquel momento, eran una importante minoría de un millón en el país magrebí, y unos 200.000 de origen español y otros 95.000 franceses sólo en el Oranesado, según un trabajo del especialista de la UA Juan David Sempere, editado por el Gil-Albert.

«Pese a la dictadura nunca se rompen las relaciones entre ambas orillas por vía postal, avión o barco, y el aeropuerto tenía conexión directa con Orán. Entre 1830 y 1939 habían estado llegando españoles, sobre todo alicantinos, y se mantenían los lazos familiares», explica el profesor de Geografía Humana de la UA. Así, con rápido acceso marítimo y apoyo local, la provincia era uno de los destinos más claros de refugio para los pieds-noirs mientras se aclaraba la turbulenta situación en Argelia. No querían irse: pese a que la violencia estalló en Argel a mediados de los 50, el 80% de toda la diáspora europea salió entre 1961 y 1962, al borde de la independencia. En su artículo, Sempere aclara que «para gran numero de ellos, Alicante empezó a ser una etapa temporal, precaria e improvisada en su camino hacia Francia o de espera (...) como avala el hecho de que muchos vinieran estrictamente con lo puesto y con unos visados de duración limitada». «Hubo quien salió teniendo la comida en la mesa», explica gráficamente.

Costó, y cuesta, llamar a los pieds-noirs «refugiados», seguramente por el mismo componente clasista que distingue a los extranjeros entre residentes e inmigrantes por su poder adquisitivo. Su condición de ciudadanos franceses no permitía llamarles asilados en la metrópoli, y el importante colchón, ya fuera familiar o económico, que iba a absorber su llegada a Alicante dificultaba emplear el término aquí en España. En Argelia eran más pobres que los franceses promedio pero también mucho más ricos que la incipiente clase media española. Mientras los sofisticados franceses «nos veían como colonos» y «nos subían el precio de los alquileres en ciudades como Marsella para que no nos quedáramos», en España los pieds-noirs apellidados Pérez o Martínez desde hacía décadas se reencontraban con una sociedad familiar y dispuesta a financiar sus ideas procedentes de una economía «diez años más avanzada que la española», en palabras de Jo Torroja, pasajero del equivalente al Stanbrook de esta diáspora, el Virgen de África. Muchos ven en esta aportación al censo local de más de 6.000 refugiados con posibles el inicio de la Alicante moderna del turismo residencial y el ocio nocturno. El desarrollo de zonas emblemáticas como La Explanada o la Albufereta lleva la marca de su «savoir-faire».

El transbordador Virgen de Africa entró el 30 de junio de 1962 al puerto alicantino con 2.200 españoles procedentes de Orán, acompañado de otro buque de salvamento y escoltado por un destructor de la armada para garantizar su travesía hasta España. «Supongo que Franco aprovechó el momento político para traer españoles a casa», apunta Carlos Galiana, nacido en Orán de una familia alicantina asentada en la colonia desde el siglo XIX. «Cinco días después hubo una masacre donde murieron 2.500 personas que se quedaron», recuerda Torroja, entonces un comercial de 33 años que llegó con dinero para pasar seis meses y una hija de corta edad que sigue agradecido por el apoyo de la sociedad alicantina. Como Galiana, nunca regresó a su ciudad.

Los barcos fueron parte de una bienvenida promovida por el régimen para impulsar afectos nacionalistas. Como cuenta Sempere, para su llegada «se adoptaron medidas para cubrir las primeras necesidades, se movilizaron medios sanitarios y a muchos se les entregó dinero para comer y fueron alojados en casas particulares». «No, lo nuestro no es lo de los sirios. Ellos se refugian en sitios que no conocen, sin familia, no tienen la misma preparación que en Europa... Su situación es mucho peor, pero se parece a la nuestra en que han abandonado todo y dejado una vida atrás, sabiendo que no van a conservar ni las fotos», recuerda Torroja.

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