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La vida en una tómbola

El negocio errante

Los feriantes de Rabasa defienden su estilo de vida ante el desinterés público y la falta de relevo

Un taquillero aguarda clientes en una de las atracciones mecánicas de la Feria de Navidad de Alicante CAROLINA ESCALANTE

En el descampado de la partida alicantina de Rabasa hay un poblado donde vive medio centenar de vecinos. Es una ciudad desmontable, eventual, que se levanta cada año durante dos meses para desaparecer sin más cuando empieza la cuesta de enero. Su modo de vida depende de las vacaciones de Navidad de los niños y adolescentes del contorno, de la buena voluntad de sus padres por traerles a la feria o pagarles las fichas de las atracciones. Su oferta es probar suerte en las galerías de tiro y en las tómbolas de regalo seguro; recuperar fuerzas en mesones de carta popular e infalible. Saltar, chocar y girar dentro de carricoches atornillados a paneles brillantes preñados de dibujos de fantasía. Como la que promete la sirenita Ariel, sonriendo desde el chapón de un puestecillo de peluches, el pato Donald en la decoración de un kiosco de pesca, la guerrera de aerosol apocalíptica y semidesnuda que sigue mirando impávida al futuro desde la decoración principal de la olla, treinta años despúes del estreno de la última secuela de Mad Max.

En un corto y solitario paseo por las calles de la feria de Navidad de Rabasa, sólo la visión de una pista americana dedicada a Bob Esponja y el castillo de trampas de Torrente 5 devuelve al visitante a los primeros años del siglo XXI. «Son personajes clásicos; es lo que le gusta a la gente», se encoge de hombros horas después José Antonio Mateo, dueño de dos negocios de pesca de patos, hijo del propietario de una caseta de tiro y presidente de la arraigada Asociación de Feriantes de Alicante, fundada en 1977 y con un centenar de personas en su nómina de socios. Sentado en un puesto de bebidas, frente al tren de la bruja, mira el goteo de gente que baja por el vial este viernes de principios de diciembre. Parece que hace números mentalmente. Y que si las cosas no cambian cuando cierren los centros escolares, va a ser difícil que le salgan las cuentas.

Cerca de un centenar de miembros del gremio de feriantes, del que forman parte unas 10.000 personas en todo el país según la asociación, siguen acudiendo a la Feria de Navidad a pesar de que para ellos es una cita de segunda categoría que, además, va perdiendo atractivo. Apenas un 30% de los empresarios viene de fuera de la provincia y el resto o bien son de la capital o trasladan

sus puestos desde poblaciones cercanas. Muchos se toman su presencia aquí como un recurso de invierno del que sólo esperan cubrir gastos y, con suerte, aportar algo a los ahorros del año para empujar el arranque de 2015. Hasta que empiece la temporada en Andalucía, madre de todas las ferias de primavera. «Hay feriantes que sólo hacen cosas en verano; si tienen trabajo de mecánico o de camionero guardan los aparatos todo el invierno», cuenta el propietario de una atracción.

Tere Serón, nieta, hija y hermana de feriantes, se ha criado montando hierros y sirviendo platos en los mesones portátiles de su familia, conocidos en todo el mundillo, dicen, por el nombre de su abuela, la Martirio. Es la propietaria del único restaurante que hay en el recinto de Rabasa, y sabe a lo que ha venido a Alicante. «Tal y como está yendo la tarde, tendré suerte si vendo más de 200 euros. Es la primera vez que vengo, pero ya sabía que es una feria normalita. Estoy empezando por mi cuenta y me viene bien», cuenta con aire de patrón. Si multiplica la caja del viernes por los cerca de 30 días que va a abrir estas navidades prevé poca ganancia para un negocio que debe pagar tres sueldos fijos, tres eventuales, dos meses de producto y muchos litros de gasoil quemándose en el grupo electrógeno, haya o no haya comensales en las mesas. Pepa Ibáñez, la cocinera, se calienta las manos en la parrilla. Antonio, su marido, coloca las patatas, salchichas y muslos de pollo precocinados en la vitrina modular que cierra la cocina. Uno de los camareros habla con el señor de Málaga con palillo que se esconde tras la careta del payaso que hincha globos para los críos.

Sólo hay una de las 25 mesas del negocio ocupadas. La perspectiva de la tarde no tiene nada que ver con el estrés de jarana entre morcillas y jarras de vino que sugieren las cifras que sitúa Tere en Sevilla o Jerez. «Allí puedes hacer un día muy bueno 10.000 euros en una noche», cuenta esta feriante albaceteña de 26 años, embarazada de cuatro meses. La inactividad en Alicante no le atormenta; le da sueño. Decide meterse un rato en la caravana a ver la tele. La feria es un tiovivo: hoy ganas mucho, mañana nada y si te administras bien, te mantienes.

Además del restaurante hay otros 83 negocios que han alquilado una parcela acorde a su tamaño en el descampado. El montaje de la feria, cuenta Mateo, depende del trato que cada año se negocia con el propietario del solar. No hay recinto ferial público en Alicante, de manera que «si no nos entendemos con el dueño el año que viene, igual no hay feria». Para esta edición han cerrado un presupuesto global de 60.000 euros que incluye entre otros gastos el vigilante de seguridad, los aseos, la ambulancia, el alumbrado de las dos calles y el cerramiento parcial del recinto que se hace tras arreglar la gravilla del suelo. El Ayuntamiento participa con la cesión de las vallas. «Nos dicen que ya no tienen presupuesto para nada más. Aparecen para inspeccionar las licencias, los documentos de seguridad y poco más», cuenta Mateo, cansado de repetir la queja que el centenar de feriantes alicantinos transmite año tras año a la sociedad a través de su portavoz. «Es una de las pocas capitales donde no hay un lugar fijo para nosotros. Si tuviéramos un recinto ferial en condiciones, con sus farolas y su asfalto, sería otra cosa. Esto es tercermundista, Alicante ha ido hacia atrás en los últimos 25 años», se lamenta Santos Espinosa, un feriante autónomo de Torrevieja que mueve con la ayuda de su mujer y uno de sus hijos una flota de doce vehículos y cuatro atracciones por las ferias más importantes del país.

Por lo que cuentan los empresarios, la cita alicantina de Navidad es un enfermo agudo donde se pueden ver todos los síntomas del declive del mundo de la feria. Espinosa y Mateo tienen claro qué está pasando con el modo de vida que, como ocurre con el 90% de sus compañeros de oficio, heredaron de sus padres. «La gente deja de venir porque en lo primero que cortan las familias es en diversión por la crisis. Y lo de subir el IVA al 21% nos ha hecho polvo», explican. Ambos propietarios tienen dos negocios montados en el descampado de Rabasa. Espinosa, un simulador en 3D con movimiento y efectos de agua y aire -si las cuenta le salen «ocho dimensiones»- y una tómbola, montada en el mismo tráiler que lleva su vivienda. Dentro de la escasez de visitantes, la atracción de Espinosa parece una de las más exitosas del recinto.

El viaje a bordo del simulador consigue hacer gritar de emoción al grupo de prepúberes que se acaba de montar en el aparato. «Esto no tiene nada que envidiar a lo que hay en los parques de atracciones», explica Espinosa, sosteniendo un winston. Cada comentario suyo parece transmitir un sentimiento de absoluta indefensión y perplejidad ante los problemas que afronta su negocio ambulante.

Si bien es cierto que las cargas fiscales, la brutal oferta comercial de las ciudades -«ya abren hasta durante los fines de semana», se queja el presidente local-, y la desidia de los ayuntamientos parecen asuntos lo bastante graves como para preocupar a cualquier empresario, cuando se habla con los habitantes de este poblado efímero se percibe que hay algo más profundo que atribula a todos los miembros del clan feriante, vivan cómodamente en un espectacular tráiler, como los dueños de algunas atracciones, o de prestado y con lo puesto en la cabina de un camión, caso del señor que trata hacer reír a los niños con su máscara de payaso.

Espinosa casi consigue descubrir qué oscurece el ánimo de quienes han dedicado su vida a alegrar a la gente. «Es que cuando vas a hablar con un ayuntamiento y te ponen tantos problemas con los permisos y los servicios es como si te dijeran que "si no vienes tampoco pasa nada"», cuenta desde la pasarela que hace las veces de terraza y escalera de su vivienda. La modernidad, la cualidad de pertenecer al tiempo actual que un día poseían sus ingenios mecánicos -«antes íbamos a la pista de coches a escuchar lo último que salía en música», recuerda el presidente Mateo-, recibe a los feriantes de hoy con cada vez menos interés. Desciende la atención de las autoridades, la afluencia de público, y la vocación de sus propios hijos por seguir sacando adelante un negocio que antaño tenía que montar sus aparatos con los chiquillos ya haciendo cola para subirse. Sospechar que se es el último de una especie no debe ayudar a levantar el ánimo.

«Aquí no entra nadie de nuevas. Las atracciones son caras y los bancos no nos dan préstamos ni a nosotros», cuenta el empresario torrevenjense, quien pudo pagar los cerca de 700.000 euros que le costó el simulador en 2003 gracias a que el fabricante del artefacto, la casa italiana Ferretti, le avaló ante una entidad financiera de confianza con sede en Mónaco. «Por eso el negocio se queda en las familias, para que lo puedan terminar de pagar los hijos», bromea Santos mirando a su hijo Aitor. Con 21 años y sin vocación laboral clara, no tiene ninguna intención de seguir viviendo en una feria y de pasar, como hace su padre y su madre, Cecilia, más de 300 noches al año en el camión vivienda con el que recorren España. Alicante, luego Mallorca, dos meses. Y Sevilla, Jerez, Córdoba, Marbella, Algeciras, Puerto de Santa María, Málaga, Murcia y Albacete.

La generación de Mateo y Espinosa ronda la cincuentena y tiene serias dificultades para convencer a sus hijos de que la feria merece la pena. Aunque en Rabasa hay algunos casos en los que la explotación de atracciones ha servido para que licenciados universitarios sin trabajo pudiesen ganarse la vida, las condiciones del oficio no tientan por lo general a la gente joven. El propio Espinosa admite que de haber podido prever la situación, hubiese comprado una gasolinera en lugar de una fantástica furgoneta que vuela en ocho dimensiones.

La rutina del feriante durante los días de cierre consiste en saber usar una caja de herramientas del tamaño de una lavadora. Y un portátil con conexión inalámbrica por satélite a internet para hacer gestiones y reservar espacios para las ferias próximas. En visitar bancos y gestorías para estar al corriente de tasas municipales, impuestos de actividad, altas y bajas a la seguridad social de los empleados eventuales -aunque el carácter efímero del trabajo cobija mucho empleo sumergido, como admiten algunos feriantes-, seguros, inspecciones. En comprar la mercadería de peluches y muñecos, y buscar los suministros eléctricos y metálicos -«somos una pyme más que hace mucho gasto local», asegura Santos- que van a hacer falta si se rompe o falla algo.

Cuando termina la semana laborable, ellos empiezan a trabajar. «No he estado de vacaciones en mi vida», explica el autónomo torrevejense, que empezó en el oficio a los 14 años y cuenta ya 48. Todo a bordo de un camión de 58 metros cuadrados, donde tiene más comodidades, como aire acondicionado y lavavajillas, que en su propia casa. En Rabasa se ve que la vida de un feriante puede ser dura, pero también que está lejos de ser miserable.

Carlos García se retuerce en un gesto de indignación cuando se le ofrece contar cómo vive a un periódico. «Mira, después de lo que sacasteis en la tele, no quiero ni hablar con vosotros». Es el tercer feriante que rechaza hacer declaraciones a los periodistas por el programa que el formato 21 días de Cuatro dedicó a mediados de año al mundo de la feria. «La reportera estuvo con nosotros en tres ferias y sacó lo peor de todo lo que vio. Gente cagando en un cubo, ¡tú te crees! ¡Que estamos en el 2014, por favor! El 99% de los feriantes tiene una caravana; algunos viven en tráilers que valen 53 millones de pesetas y tienen hasta jacuzzi. No somos pordioseros, somos gente normal. Yo tengo mi casa en Alicante, y aquí una caravana que vale 40.000 euros, para que luego llegue un mileurista pringao y cuente patrañas. Me siento insultado», se desahoga Carlos frente a su negocio, un puesto de lanzamiento de penaltis dedicado a la selección española de fútbol que comparte caseta con un juego de cuerdas que iza premios.

Esa imagen ha dolido mucho. Aitor, por lo general crítico y distante con el estilo de vida de sus progenitores, se envuelve en la bandera del feriante y no duda en mostrar a la cámara el estrecho pero impecable cuarto de baño alicatado del tráiler que ha sido su casa cuando no ha estado estudiando lejos de sus padres, en un internado o en casa de un familiar.

«Esto es un pueblo. Hay gente muy rica y también gente muy pobre», explica Mateos. Si aceptamos la comparación del representante local del gremio, los comentarios de los vecinos convierten a los hermanos Sánchez en los señoritos del lugar por ser los propietarios de la primera industria local: la poderosa noria que lanza haces de luz por sus radios y simula el estallido en colores del símbolo del dólar en su luminoso central. «Eso es una máquina de hacer dinero. Multiplica: cincuenta barcas de cuatro plazas por tres euros cada viaje», cuenta García. La idealización arroja 600 euros por cada ciclo exitoso. Pero la noria va casi vacía durante la tarde del viernes. «No les hace falta trabajar, estos la montan porque les gusta esta vida», apunta otro feriante. Tanto la atracción de estos hermanos, comparada con el resto de negocios, como el remolque que tienen en la zona de caravanas hace el mismo efecto que un yate saudí atracado junto a las lanchas en un puerto.

La vivienda de Tere está fuera del recinto «residencial», acotado por vallas y de acceso restringido. «Lo mío es una caravana normal, una cama para echarme un rato», cuenta la joven manchega. La única característica técnica que destaca de su remolque es que tiene «la caja fuerte soldada al chasis». «El que quiera entrar ahí para llevársela tiene que hacerlo con una radial», jura Tere con golpe de anillo sobre la mesa.

Muchos empresarios procuran ir lo más temprano posible al banco a ingresar la caja de la tarde y la noche anterior porque temen que se puedan producir asaltos en este campamento a la intemperie. Sus caravanas están cerca unas de otras y a la más mínima señal de alarma «la calle se llena de gente en un minuto», como cuenta la veterana y devota feriante que cocina en el restaurante de Tere. Antonio, que la tarde del jueves está pelando patatas en un capazo junto a la bombona de butano y el colchón con los que pasará la guardia de esta noche para vigilar la carpa, muestra el cuchillo para recordar que algunos feriantes tienen licencia de armas y llevan pistola para protegerse. Parecen un grupo de colonos americanos acostumbrados a defenderse de los ataques de los siux.

Casi todas las historias que cuentan Tere, Antonio y Pepa al abrigo de la estufa en esta desapacible tarde invernal transcurren en el Sur. Jornadas de 23 horas para hacer ventas de 20.000 euros en la calle del Infierno del real sevillano; experiencias místicas sirviendo comidas a los rocieros de Almonte; ferias en Algeciras que terminan en romance. La conversación trae vapores de tasca, olor a albero empapado de vino, fragmentos de charlas de barra entre guitarristas y apoderados taurinos. Souvenirs de la languidecente España de lunares que presumía de ser diferente al resto del mundo.

Mateo se pasea por los viales con las manos en el chaquetón. Se ríe de los chiquillos que fanfarronean en la máquina de boxeo. Escucha sin acusar el caos de altavoces que compiten por la atención de los visitantes. Saluda a los tenderos por su nombre y sigue marcha calle arriba. «Esto es bonito. A mi siempre me ha gustado mucho la feria», cuenta con un punto de melancolía en la voz.

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