Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Retratos urbanos

Matías, fragilidad a ras del suelo

Lleva diez años sentado cada mañana en el escalón de un portal de la alicantina calle Calderón de la Barca

Matías Gisbert Gil. Pepe Soto

Ahí está, plácidamente sentadito junto al estanco de Guilabert: desde las siete de la mañana hasta más allá del mediodía, de lunes a sábado. «Los vecinos me quieren: soy educado, jamás he creado problemas e incluso me defienden cuando, en ocasiones, los policías intentaban obligarme a abandonar mi sitio», explica Matías, un dianense que ha tenido que sortear todas las miserias posibles de imaginar.

Hijo de un cameraman del cine Condado de Dénia, y sexto de ocho hermanos, tras acabar los estudios primarios, trabajó durante dos años en un taller de niquelados. De ahí pasó, de puntillas, al sector hostelero, primero como pinche y, algo más tarde, como auxiliar de cocina. La aventura entre fogones poco duró. Y aterrizó en el paro.

Pronto encontró acomodo como empleado en un vertedero de su ciudad. Pero el cierre del negocio, regentado por una familia murciana, le llevó a Cartagena. «Estas personas, los hermanos Pascual, me dieron trabajo en la agricultura, tras el cierre del basurero. Pero sufrí un accidente muy grave cargando unas cajas de lechugas al partirse una de ellas y me rompí la columna». Tenía 30 años. No fue una fractura, sólo una lesión molesta que le apartó del campo y de los camiones durante meses. Pero optaba por otros derroteros profesionales.

Matías, algo recuperado, recaló en Valencia. Trabajó en las noches y hasta los despertares en un pub del que prefiere no decir su nombre. «Fue un tiempo distinto en el que disfruté mucho y en el que acabé sufriendo». Posiblemente fueron sus mejores años, pero se sentía repudiado por sus hermanos por su homosexualidad.

Enfermo durante semanas, acude a los médicos y le diagnostican, en principio, tuberculosis, y, al rato, le anuncian que era portador de VIH.

El mundo se desplomó sobre su endeble cuerpo. Días de hospitales y de cama; de angustia y tristeza, ya también portador de la miseria que otorgan con mayor o menor elegancia las gentes que le acompañaban en aquellas noches de juergas casi sin palabras.

Mejorado de salud, la madre de Matías, María, cae enferma. Vivía en un pequeño piso de la barriada de Juan XXIII. Estamos en 2004. Llega a Alicante para atenderla. Pero pronto fallece. Está enterrada en Cocentaina.

Maltrecho y deprimido, sólo consigue en su haber una pensión de 365 euros, como pensionista por estar afectado por una enfermedad crónica.

Vive de alquiler en un pisito de la zona norte de la ciudad del Benacantil y paga 280 euros cada mes. Sus siete hermanos nada quieren saber de él. Hace más de un década que nada sabe de ellos.

Para subsistir, vive de la caridad. No pide. Sentado en el escalón, tiene la mirada perdida hasta que alguien se acerca, le saluda y le mete en el bote unas monedillas. Sonríe y charla con gentes conocidas que cada a día acuden a charlar un rato con él.

Matías consigue entre 10 y 12 euros en cada matinal callejera: «Para sobrevivir en la vida, nada más», dice.

Está a ras del suelo.

Algún que otro día se quita la gorra y se desmelena.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats