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Crónicas precarias

Muerte a Peter Pan y a sus amigos disfuncionales

Vais a perdonar que hoy le dé una patada en su orondo trasero a la actualidad informativa y no os castigue con mis desvaríos sobre la consulta catalana

Vais a perdonar que hoy le dé una patada en su orondo trasero a la actualidad informativa y no os castigue con mis desvaríos sobre la consulta catalana. Pero es que este 9 de noviembre se celebra otro trascendental acontecimiento del que debo hablar: mi cumpleaños. 26 primaveras, 26 cerdos que podría haber criado mi madre. El caso es que esta definitiva superación del cuarto de siglo tendría que haberme traído una primera crisis de madurez de dimensiones épicas. ¡Me quitan el descuento joven para viajar en Renfe! ¿Qué más prueba de dramático cambio de ciclo necesito?

En teoría, el paso de los 25 a los 26 supone una de esas fronteras vitales en la que debemos asumir que somos adultos y aceptar nuestras responsabilidades. Vamos, eso dicen los expertos que escriben sobre cómo crecer y desarrollarse para convertirse en un ciudadano de provecho que paga impuestos. Así que yo, perdida como estoy en la vida, esperaba pasarme los días previos a este nefasto aniversario comiendo copos de avena en pijama y preguntándome dónde quedó mi primera juventud y qué grandes decisiones de persona adulta debo tomar. Dilemas del tipo: ¿Cambio los azulejos de la cocina? ¿Qué seguro de vida me viene mejor? ¿Sigue siendo aceptable decorar las habitaciones con pósters pegados en la pared? Pero nada, falsa alarma.

Claro, quizás la clave sea que en muchísimos aspectos mi vida se parece demasiado a la que tenía con 22 años. Sigo buceando en la fosa de las Marianas de la precariedad, en gran parte dependo económicamente de mis padres, no sé qué será de mí dentro de tres meses? La única diferencia es la acumulación de trabajillos temporales en mi CV y mis recientes triunfos en la preparación de arroz con leche.

Esta imposibilidad de quemar etapas y abandonar el nido paterno, esta condena a subsistir en una zona de eterna transición resulta insoportable. Ser una falsa recién licenciada corroe el alma a cualquiera. Vivir atrapado en el tiempo es ya un signo generacional, una cicatriz que marcará el resto de nuestra existencia.

Para miles y miles de jóvenes la vida se ha convertido en un una carrera de obstáculos hacia ninguna parte: una beca por aquí, unos meses de curro por allá, una colaboración en tal sitio, una sustitución en tal otro, un curso de inglés, otro trabajillo temporal, un curso de community manager y así una semana, dos, un mes, seis meses.

Eternos veinteañeros en tierra de nadie esperando ese gran cambio, ese momento decisivo que debería marcar la diferencia y que no llega. Somos los anti Peter Pan, ¡realmente queremos crecer! ¡Queremos seguir adelante con nuestras vidas!

Ahí está la trampa, que por una parte se nos niega el derecho a superar fases, a convertirnos en adultos emancipados y autosuficientes, pero al mismo tiempo todo lo que hemos aprendido, todo lo que sabemos de la vida nos dice que ya deberíamos ser personas exitosas en lugar de molestos veinteañeros en busca de sí mimos.

Porque no lo es lo mismo estar en paro a los 23 que a los 26, vivir en casa de los padres a los 24 que a los 30. Y así, con esas pequeñas metas no cumplidas, el monstruo peludo y gruñón del fracaso vital se va atrincherando poco a poco en nosotros.

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