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Retratos urbanos

El maletilla que se metió en la Legión

El maletilla que se metió en la Legión PEPE SOTO

Camina a paso ligero, como el novio de la muerte que sintió en su juventud; siempre armado con bastón, cabeza cubierta con sombrero y el pecho tan desnudo que apenas cubren su canosa barba de rey de pobres y décimos de lotería expuestos al público que le permiten «pagar los gastos diarios», dice Antonio.

Este hombre alto y enjuto, de aspecto bonachón, apareció por Alicante en 1957. Su afición a la tauromaquia le arrancaron de su Camas natal a los 14 años: después de una noche de capea huyó de casa. Era un niño flaco, con más ilusión que carnes. Portaba tan solo una muda, un trapo rojo y un sable de madera en un atado para enfrentarse a un mundo que pronto le daría varias tandas de revolcones. No como a su ídolo y paisano Curro Romero: «Fue el mejor».

Se molía de hambre, dormía a campo abierto, se tapaba del invierno con un viejo capote: iba de pueblo en pueblo, dispuesto a morir de cornadas o de demasiada miseria.

Aquí conoció a un maestro, Vicente Blau 'El Tino': «El hombre me echó una mano muy grande y me dejó un novillo para torear una becerrada». Todo fue bien para Antonio. Fue su mejor aventura ante un astado. Ni hubo puerta grande.

Volvió a recorrer ciudades de cierta afición taurina, ya de mal en peor. Recuerda Antonio su debú como espontáneo. Ocurrió en la ciudad manchega de Quintanar de la Orden. Toreaba el afamado diestro venezolano César Girón y dos de su hermanos en una tarde de perros. Tal cantidad de agua caía, que matadores y subalternos abandonaron la plaza. El animal quedó suelto en un albero convertido en laguna. Ahí estaba Antonio Norte, firme, en su sitio. Saltó al charco y se enfrentó a un toro más asustado por el aguacero que por el flacucho muchacho que llamaba su atención con un capote ya caducado. Instantes después, agentes de la Guardia Civil se lo llevaron de la plaza por la puerta chica y en dirección al cuartelillo. «Pasé toda la noche en el calabozo. A la mañana siguiente, César Girón me sacó, me invitó a un café y me dio 10 pesetas».

Era 1959. Antonio se montó de polizón sobre raíles en busca de suerte en el «Granadino» y se plantó en Barcelona. «Nunca llegó esa oportunidad. Un empresario apellidado Maraña no me la dio y acabé en la Legión».

Corría el año 1960. Antonio entra como soldado raso en el Tercio de Melilla, más tarde en el de Ceuta y, de ahí, a la Marcha Verde, en 1974. «Pasé seis meses metido en una trinchera llena de bichos y a 46 ó 48 grados de temperatura. Fue horrible. Aquello me daba más miedo que los toros».

Tras la resistencia para impedir que Marruecos invadiese el Sahara español, regresó a su puesto de Melilla, ya como cabo primero. En 1986 pasó a la reserva y dio con sus huesos en Alicante, casi 20 años después, con una pequeña pensión. Ya había soportado 42 inviernos.

Divorciado y con cuatro hijos residentes en Sevilla, Antonio vive en una pequeña habitación. Camina rápido, tal vez por su afición o temor de correr delante del toro o por su oficio militar. Su andar fugaz pronto se transforma en calma: no es difícil verle sentado plácidamente y durante horas en una terraza o en cualquier lugar en el que se pueda fumar.

«Si no vendiera lotería tendría que pedir limosna; de mi pensión no se puede vivir».

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