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Crónicas precarias

El día que creímos ser suecia, pero no

En mi barrio hay una especie de hiperactivo clan que lo controla todo: sus miembros dirigen la asociación de vecinos, hacen y deshacen en el polideportivo (la piscina es su zona predilecta de actuación), organizan a su antojo las fiestas populares y determinan la programación del centro cívico. Esa camarilla extiende sus tentáculos hasta la asociación de jubilados de la zona y la de las amas de casa. En definitiva, tienen el poder, el barrio es suyo.

Vamos, exactamente como sucede en las instituciones españolas de más alto nivel, mamporreras de los que en realidad manejan el cotarro. Ese grupito de ambiciosos coleguitas están en todas partes, todo lo controlan. Ellos, siempre ellos, siempre los mismos.

¿Quiénes copan los tropecientos entes consultivos que nos aleccionan de vez en cuando sobre el bien y el mal? Ellos. ¿Quiénes se reparten las cuotas de jueces para que las sentencias no puedan darles ningún sustito? Ellos también.

Están tan acostumbrados a hacer lo que les de la real gana y tan convencidos de que nadie va a chistarles que han decidido que ya no vale la pena ni disimularlo. Un domingo por la tarde se reúnen las eminencias del Consejo de Estado (supongo que tras una larga sobremesa con licorcitos y puros que pagas tú) y dicen lo que el Gobierno quiere escuchar. Al día siguiente el Consejo de Ministros repite el mensaje y en un visto y no visto el Tribunal Constitucional coincide en que España se rompe, que todo muy mal, que aquí solamente pueden votar quienes ellos digan y que dejemos de manosear la democracia que para algo se la diseñaron a su antojo. ¡Sorpresa!

Luego os quejáis de que la justicia va lenta, ¡pues serán vuestros litigios de pacotilla que no le importan a nadie! Está claro que el TC es un organismo ágil, dinámico, siempre a punto para entrar en acción. Ahí lo tienes, uno de los asuntos más cruciales de los últimos tiempos y lo dejaron resuelto en 90 minutitos de nada.

«Se trata de una situación extraordinaria», dirán algunos. Sí, claro. Tan extraordinaria que hasta hemos contemplado atónitos a Rajoy en persona, sin plasma mediante, aceptando preguntas tras su rueda de prensa (respondió a tres o cuatro, que el pobrecillo es nuevo en esto y todavía no domina las interactuaciones en público con otros seres humanos). ¡Preguntas de los periodistas! ¿Pero en qué idílico territorio escandinavo nos estamos convirtiendo?

Por suerte la realidad siempre se impone y ahí está la nueva guardiana de la cripta para recordarnos lo que somos: patéticos. Soraya Sáenz de Santamaría se ha estrenado como «responsable de la bandera y símbolos nacionales», un cargo de vital importancia para defendernos de los actos de traición planeados por esos malvados catalanes. ¡Ya era hora!

Lo que no sé es cómo la gran sacerdotisa de los abogados del Estado va a tener tiempo para manejar con puño de hierro el Gobierno, ahogar los conatos de sedición en Cataluña y asegurarse de que los emblemas patrios lucenbrillantes y esplendorosos. No vaya a ser que algún mandatario extranjero se lleve una mala impresión de nosotros al ver que la bandera tiene un descosido. Porque la verdad es que en el resto de asuntos lo estamos petando.

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