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La primavera, mayo y aquel cine

Tras el cine urgente y documental del 68, la nouvelle vague y el free cinema, la gran industria no permaneció ajena a los cambios e incorporó algunas ideas radicales del «cine político y de combate»

Imagen de Mal genio de Michael Hazanavicius, un retrato demoledor de Godard.

Los sucesos de mayo de 1968 poseen una filmografía concreta que se ciñe a la captación testimonial de los hechos acaecidos durante aquella primavera y que tuvieron lugar en París como epicentro simbólico de la revuelta. Me refiero al cine urgente y documental que captó las algaradas callejeras, los enfrentamientos con la policía y los debates en las universidades, institutos, fábricas y todo tipo de colectivos que participaron en la contestación al sistema.

Si el joven espectador actual desea asomarse a esa realidad captada por las cámaras, con claras intenciones de objetividad, puede recurrir a Mayo del 68 por sí mismo: una recopilación de filmes realizada en 1978 que recoge testimonios como Grandes soirs et petits matins de William Klein, Le droit a la parole del colectivo ARC, o los llamados cinetracts, cortometrajes anónimos, a modo de panfletos que se filmaron en las fábricas y ambientes obreros. Un material que serviría de inspiración para los proyectos de cine revolucionario que, con desigual fortuna, quedaría como una suerte de legado de los sueños de cambio que se vivieron en aquel «tiempo de las cerezas» y que puede concretarse en el ideario del colectivo Vziga Vertov encabezado por J. L. Godard: el llamado «cine ojo», «sin guion, sin actores, sin teatro ni literatura» («sin espectadores» como apuntó un escéptico).

Estas muestras documentales no colman, sin embargo, la idea global sobre lo que el cronista recuerda en torno al «cine del 68», al espíritu de esa época vivido en las carteleras y pantallas, en la crítica y en todo cuanto estalló a lo largo de aquella primavera: el rechazo a la guerra de Vietnam, la protesta contra las instituciones tradicionales, las ansias de democracia directa, el rechazo a la sociedad de consumo, las ansias libertarias en el ámbito de las costumbres o el auge de los idearios de la extrema izquierda. Unas inquietudes que respondían en gran medida al papel relevante que la juventud estaba adquiriendo en la sociedad, a su mayor poder adquisitivo y a sus demandas en el terreno de la música, el entretenimiento y la cultura.

La respuesta a estas apetencias fue la aparición del fenómeno de los «Nuevos cines» en muchos países: la nouvelle vague en Francia, el free cinema en Inglaterra e idénticos movimientos en Italia, España o Brasil que, a la altura de 1968 habían marcado ya una tendencia en las películas caracterizada por la experimentación, la búsqueda de nuevas formulas en el tratamiento de las historias, un mayor compromiso social, una mayor accesibilidad a la hora de producirlas, alejada de la política dictatorial de los grandes estudios y una atención prioritaria a los problemas de esa juventud que llenaba los cines. Cineastas como Godard, Malle, Lester, Anderson, Bertolucci, Forman, Saura o Rocha respondían en parte a estas necesidades.

La gran industria de los estudios no permaneció ajena a este cambio que se estaba produciendo en los espectadores. Una simple ojeada los Oscars de Hollywood entre 1967-69 es elocuente al respecto en la lista de premios y nominaciones: Bonnie y Clyde (A. Peen), El graduado (M. Nichols), La batalla de Argel (G. Pontecorvo) 2001, una odisea del espacio (S., Kubrick) o MASH (R. Altman) hablan de la capacidad de adaptación del cine comercial a los nuevos gustos. No hablemos del Festival de Cannes, más abierto a todas las tendencias que, en esos tres años, presentaba filmes como Blow-up (M. Antonioni), Accidente (J. Losey), Easy Rider (D. Hopper), If (L.Anderson), Antonio Das Mortes (G. Rocha), Z (C. Gavras) y Andrea Roubler ( A.Tarkovsky).

En esta amalgama de producciones se encontraba, en realidad, el espíritu del cine de «mayo del 68» que incorporó los testimonios documentales ya citados y algunas ideas radicales de «cine político y de combate» que se diluyeron como azucarillos en el agua de sus buenas intenciones.

Otro asunto es el cine posterior que, pasado el tiempo, a modo de reflexión o influido por aquellos acontecimientos, ha intentado recrear aquella excitante primavera o las huellas que dejó en cuantos la vivieron. El cronista, caprichoso y vehemente -como todos los cinéfilos- se queda con una pequeña muestra que tiene la capacidad de devolverle el tiempo pasado de manera muy veraz y sentida. En primer lugar con la película que, a su modo de ver, mejor capta el espíritu generacional de cuantos en 1968 estaban próximos a los veinte años: La mejor juventud (2003), de Marco Tullio Giordana; una miniserie de seis horas de duración sobre una familia italiana que, centrada en la historia de dos hermanos, entre 1966 y 2003, cuenta la evolución profesional, política y sentimental de ambos en el marco convulso del país transalpino. Un filme intenso, lúcido y conmovedor que muchos han considerado como el otro Novecento del cine italiano. Una obra absolutamente recomendable.

Si los sucesos de mayo en la película de Giordana son el pretexto que condiciona un relato coral, el filme de Michael Hazanavicius, Mal genio (2011), es una visión microscópica de la revuelta parisina centrada en la biografía de Jean Luc Godard, entre las semanas que van del estreno de su película La chinoise hasta días después de la suspensión del Festival de Cannes de aquel año. Un filme demoledor, sarcástico y divertido, muy bien ambientado, que destroza la imagen mítica del célebre realizador poniendo el dedo en la llaga de todos los excesos que provocó el «maoísmo» en muchos intelectuales y no pocos estudiantes. Magnifica la escena del enfrentamiento verbal entre Godard y Bertolucci que hará las delicias de todo aficionado al cine. Precisamente a este último director se debe otra recomendable aportación sobre esas semanas primaverales: Soñadores (2003), un relato sobre la influencia del cine en la juventud del momento y sus problemas y obsesiones sexuales contadas con una crudeza no exenta de lirismo.

Nada que ver con el estupendo testimonio que dejó el gran Louis Malle, en clave de comedia, en torno a las consecuencias de la revuelta en el ambiente rural francés: Milou en mayo (1990): una crónica familiar, con aires buñuelescos y berlanguianos, que abandona el escenario de París para recordarnos que el corazón de la Francia de 1968 estaba, todavía, latiendo con fuerza en la burguesía agraria de provincias.

Tras la tormenta se instaló la calma. Y llegó la resaca. El cine se ha ocupado también de indagar en las consecuencias de aquella subversión que llegó a acabar con el gobierno de De Gaulle y a sembrar infinitas esperanzas. Sobre las ilusiones no cumplidas dos películas trazan el lado amargo de la historia.

Después de mayo (2012) de Olivier Assayas que abordó, de un modo directo, el tema del desencanto político en la juventud y la opción del escapismo hacia el mundo de los alucinógenos y los paraísos orientales. Jean Eustache, por su parte, en 1973, con su hermosa y terrible película La mamá y la puta, aludiendo muy de pasada a la revuelta, contó la historia de un joven nihilista, un burguesito que se dedicaba a vivir de las mujeres, a no hacer nada y a escuchar canciones de Edtih Piaff. En 1973 como en 1945, pareció intentar decirnos. O «es necesario que todo cambie para que todo siga igual».

Aunque sería muy injusto reducir la magnífica película de Eustache al desencanto vital del protagonista, olvidando su reflexión sobre el amor y las relaciones de pareja, sobre la libertad de la mujer y todo cuanto se cuestionó y experimentó en los días lúdicos e intensos de aquel mayo de hace cincuenta años.

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