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Estado de gracia

William Saroyan despliega su arte magistral en la novela Un día en el atardecer del mundo

El escritor William Saroyan.

Últimos días de septiembre de 1955. Nueva York. Durante las Series Finales que enfrentan a los Yankees y a los Dodgers, Yep Muscat, un escritor de origen armenio afincado en California, llega al ombligo del mundo acuciado por tres problemas: Hacienda le ha embargado, añora a los hijos de su fracasado matrimonio y productores teatrales, agentes literarios y otras aves de mal agüero le aprietan las clavijas para que malvenda su talento a cambio de un dinero que necesita con urgencia. William Saroyan destila en Un día en el atardecer del mundo su sabiduría para urdir una novela que deslumbra por su aparente sencillez. Imposible leer estas páginas sin admirarse de un talento que maneja todos los recursos a su alcance: las descripciones de los ambientes neoyorquinos son memorables; la nutrida galería de secundarios es apasionante; el empleo del diálogo como clave expresiva resulta insuperable. Saroyan dicta una lección a velocidad de peatón (se camina mucho en la novela) y de comensal (se bebe y se come sin descanso), al tiempo que despliega una vida completa con sus frustraciones, sus éxitos, sus anhelos y esa orgullosa autopercepción que sólo la dignidad regala.

El resultado es un manual concentrado para aspirantes a novelista y una avasalladora muestra de lo que significa el oficio de narrador, alguien que se sirve de la materia prima de la que está hecha el hombre y renuncia a cualquier experimento formal, pues no necesita contar nada que no conozca de primera mano. En efecto, en cierto momento se sugiere que el único tema de cualquier escritor es su experiencia. Siempre se escribe acerca de uno mismo. Saroyan convierte el aserto en dogma y despliega sus particulares tablas de la ley. Las páginas que dedica a contar la historia de los antepasados de su alter ego, las que introduce a modo de epifanía cuando recuerda su infancia y los sueños que la pautaron, las impresiones de puro e inviolable amor que la presencia de sus hijos le brindan, el elogio de la amistad mantenida durante décadas que vertebra parte de la acción o la prodigiosa escena final en la que recapitula lo sucedido desde la llegada de Muscat a Nueva York, dinamitan la distancia entre personaje y persona y equivalen a unos cuantos quilómetros de bibliografía de técnica literaria.

Saroyan es aquí un maestro en plena posesión de su arte, evidencia que se respira en cada página, en cada anécdota, se trate del malestar de un hombre que ve cómo su barco comienza a penetrar en el puerto de la madurez o de la hilarante historia de un padre y un hijo buscando uranio en tierras de Utah. Truffaut dijo de algunas películas de Renoir, caso de E l crimen del señor Lange o de La regla del juego, que habían sido rodadas en estado de gracia. Apropiémonos de esta impresión para trasladarla a Un día en el atardecer del mundo. Porque si esta novela no pertenece a la gracia, sin duda está muy cerca de ella.

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