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Jardines ajenos

El demonio de las cifras 

Con las primeras semanas del año, los museos publican las listas de visitantes recibidos durante el ejercicio anterior. Todos compiten para mostrar las mejores cifras y convencer a sus patrocinadores de que el dinero gastado en las grandes exposiciones ha estado bien invertido. Los periódicos se suman a la tarea y todos -también los lectores- participamos en el fácil juego de la cantidad. Son las reglas que impone el mercado, y los museos, como el arte en general, hace tiempo que forman parte del mercado. Aunque algunas voces alerten del peligro que supone la fiebre de las cifras, resulta imposible resistirse a ello: la seducción del número puede con todo. Ya lo advertía Azorín - Diario de un transeúnte- hace un siglo: «Vamos camino de que la cantidad -y no la calidad- domine la vida entera»". Cien años después, la advertencia del escritor se ha cumplido.

LOS CLÁSICOS ESTÁN AHÍ

Por continuar con el tema de las cifras, no me sorprendo al leer que cada año se reeditan en nuestro país cuarenta mil copias de El guardián en el centeno, la novela de Salinger. Pese a los esfuerzos de las grandes editoriales por convencernos de que sólo las novedades y los best seller merecen nuestra atención, los clásicos se resisten a desaparecer. Diez mil ejemplares de La casa de Bernarda Alba publica cada año la editorial Cátedra. Claro que esta es una lectura obligatoria para nuestros bachilleres. Sí constituye, en cambio, una sorpresa los tres o cuatro mil ejemplares que se venden de los Cuentos completos de Edgar Allan Poe. O las sucesivas reimpresiones de Machado, Cervantes, Galdós, Brecht, Kafka, Camus. Las cifras no están nada mal para un país cuyos planes de estudios parecen pensados para erradicar la lectura de las aulas.

Tenía razón Italo Calvino al escribir que «un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir», un continente que jamás acabamos de explorar. Si no estuviéramos tan ocupados corriendo tras las novedades y las modas, lo comprobaríamos más a menudo. Calvino decía que «en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud», y así sería, probablemente, si las sirenas de la tecnología no nos hubiera dejado ya sin tiempo.

UN EDIFICIO SIMPLE

Ha dicho Rafael Moneo que el Guggenheim de Frank O. Gehry «es un edificio simple, con un gran despliegue formal», y uno, que siempre ha mirado con recelo al edificio, no puede estar más de acuerdo con sus palabras. Pero me pregunto si el público, es decir, los lectores, habrán entendido el espíritu de las declaraciones del arquitecto. No por falta de inteligencia, claro, sino por esa costumbre de leer deprisa a la que nos han conducido las nuevas tecnologías. Decía Emilio Lledó que «pensar requiere tiempo y silencio», pero tiempo y silencio es precisamente lo que no tenemos en el mundo actual. En el caso del Guggenheim ha sido precisamente su despliegue formal lo que ha atraído la atención de tantas personas. En este sentido, el edificio no deja de ser un reflejo de la época. ¿No es la exaltación de lo nuevo, de lo aparente, de lo espectacular, lo que mejor define los valores estéticos de nuestro tiempo?

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