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Amor en conserva

Dorothy Malone

El otro día falleció Dorothy Malone (Chicago, 1925- Dallas, 2018). Al mismo tiempo que tenía noticia del suceso a través de los puntuales obituarios en la Red ?el mundo es ya un pañuelo, y, a veces, lo es de lágrimas-, por conducto privado, recibía el pésame irónico, pero afectuoso, de los amigos. Sabían de mi amor por Dorothy desde los años de instituto, de las muchas noches cinéfilas, sereno o achispado, cantando su belleza, su presencia poderosa en la pantalla acaparando miradas y robando planos. Y, aunque lo consideraban algo propio de mi tendencia a exagerar las cosas, estaban habituados a mis halagos en torno a sus desaprovechadas dotes interpretativas en el mundo caprichoso de Hollywood. «Es la mejor Lana Turner de la historia del cine ?solía decirles- una hermosa flor de cactus en la pradera de los westerns de serie B, destinada a lucir en la ventana, con visillos a cuadros, del rancho de un vaquero afortunado». O «el destino de Dorothy es el de una Marilyn perdida en la continuación de Bus stop» Excesos del amor, sin duda, y de una lírica con telarañas, a mayor gloria de José Luis Garci.

Pero lo cierto es que, aunque había tenido varios encuentros con Dorothy en lacalles de la pantalla, siguiéndola por las esquinas de filmes como Juntos hasta la muerte (R. Walsh), Ansiedad trágica ( C. M. Warren), Al sur de San Luís ( R. Enright) o Así mueren los valientes ( A. L.Werker), el auténtico flechazo no se produjo hasta que entré en la equívoca librería de El sueño eterno, de Howard Hawks. Y la descubrí, allí, un tarde lluviosa en blanco y negro, escondida tras unas falsas gafas de miope, con su aire intelectual, jugando al gato y al ratón con Humphrey Bogart, instantes antes de que se soltase la melena ?porque se la soltó literalmente-, cerrase suavemente, con su trasero, la puerta del local y, tras bajar la cortinilla, tuviese lugar el fundido en negro más sensual y sugerente que había visto hasta entonces. La belleza inocente y perversa de aquella chica desprendía un fuego interior, de tal calibre, que turbó para siempre las extremidades más lejanas del cerebro de un adolescente.

El resto es la historia normal de un cinéfilo enamorado que busca en las carteleras la presencia de su amada, se alegra de sus breves encuentros con el éxito, y sigue con tristeza una carrera irregular que concluyó prematuramente en la televisión de los años sesenta y setenta, donde se refugiaban las estrellas en decadencia o aquellas que habían brillado, algún instante, en una esquina del firmamento.

Si el joven lector desconoce a Dorothy Malone y trata de verificar los delirios del cronista, puede revisar los filmes comentados hasta el momento y detenerse en cuatro muestras escogidas de su filmografía. La primera sería, sin duda, su personaje de Marylee Hadley en Escrito sobre el viento de Douglas Sirk, un magnífico melodrama con el sello de Russel Metty en la dirección de la fotografía en color, donde la actriz, teñida de rubia platino, desprovista de toda ambigüedad, daba rienda suelta a sus encantos componiendo a una hija de papá ninfómana y caprichosa que le valió el Óscar de la Academia a la mejor actriz de reparto en 1956. Una película, dicho sea de paso, fundamental para entender los orígenes de series como Dallas, Falcon Crest o Dinastia. Más allá de las lagrimas de Raoul Walsh, rodada el año anterior, había sido casi un ensayo general para el galardón interpretando a la bella mujer madura que seduce al joven soldado, Tab Hunter, en un buen filme bélico de la época. El hombre de las pistolas de oro (1959) de Edward Dmymtyk y El último atardecer (1961) de Robert Aldrich, serían sus dos últimos westerns, una despedida del género que había frecuentado en sus inicios metiéndose en las piel dos personajes femeninos canónicos de la modalidad la «chica del salón» y la «esforzada pionera». Dorothy Malone en estado puro para el recuerdo.

En el cine, ya lo sabemos, la muerte es la ficción que solía enfadar a los habitantes de Macondo cuando volvían a ver en una película a un actor que había fallecido en otra. La muerte, en la pantalla, como en la vida, no hay nada más que ver Vértigo ( A. Hitchcock), es como el mar: siempre acaba devolviendo a las amantes. Así que, superada la pena, esta noche volveré a la librería de El sueño eterno, a comprar un libro.

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