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Un diario alucinógeno

Cuidados paliativos, de José Antonio Llera, refleja la silueta humana, las inquietudes intelectuales y el trasmundo irracional de un escritor

En el poblado mundo de los dietarios, cabe distinguir dos modalidades principales. Por un lado, los diarios «de interior» nos ofrecen la radiografía de una inteligencia que se abisma en sinuosidades especulativas, hace inventario de lecturas imperecederas y se permite alguna divagación existencial al hilo de paseos lánguidamente baudelerianos. Por otro lado, los pertinaces diarios «de exterior», que confunden la literatura con los literatos, contienen toda una tipología de casos patológicos, funcionan como altavoz de virtudes públicas y vicios privados, y acaban convirtiéndose en una galería ilustrada de «almuerzos con gente importante».

Cuidados paliativos, la primera entrega diarística del profesor y poeta José Antonio Llera (Badajoz, 1971), se rebela contra los dos modelos antedichos. En efecto, esta obra se parece más a un tratado sobre los límites entre apariencia y realidad que a una de esas abigarradas egotecas contemporáneas. Lo primero que llama la atención del libro, que obtuvo el Premio Café Bretón & Bodegas Olarra, es que las entradas no se distribuyen según una secuencia cronológica sucesiva, sino que se presentan como viñetas autónomas, lo que incide en su carácter fragmentario y, hasta cierto punto, aleatorio. Liberado de las servidumbres de la datación, el autor dispone una serie de morceaux de vie en los que una anécdota aparentemente banal nos lleva a un corolario trascendente. Desde las máximas mínimas reunidas en el apartado «Liminar» («Poética: ejercicio de buenos propósitos a los que el poema contesta con una lista interminable de objeciones»), Llera transita entre el diario y la autoficción, los espejismos de la memoria y el crisol doméstico, la amargura y el humor, la enfermedad y la universidad, la necrofilia y la cinefilia. En este sentido, la textura visual de diversos cineastas a los que se alude en estas páginas (Murnau, Hitchcock, Kubrick, Greenaway, Lynch, Béla Tarr,) anticipa otro de los rasgos más particulares de estos diarios: la importante presencia de los sueños, de manera que a menudo lo onírico se infiltra en la realidad cotidiana o contribuye a explicarla desde un ángulo distinto. Este reflejo de la vida inconsciente no obedece a una pulsión psicoanalítica, sino a la seducción estética de lo irracional: de hecho, es posible advertir en esos vislumbres alucinatorios una tensión narrativa que se resuelve en relatos asomados al balcón del absurdo o concebidos como una destilación de lecturas recientes.

No faltan tampoco en este cuaderno de bitácora la denuncia de la tecnolatría actual, simbolizada en la tentadora manzana de Apple, ni las notas sociales que indagan en las paradojas de nuestro tiempo. Con todo, los mayores logros del volumen se encuentran, a mi juicio, en aquellas estampas casi ecfrásticas que remiten a la infancia del escritor en Extremadura o a los trampantojos ópticos del presente: ejemplos de ello son la descripción de una fotografía familiar en la que el rostro del autor aparece desenfocado, tras la ventanilla del coche aparcado en segundo plano, o el merodeo interpretativo acerca del cuadro Ver arder de Pablo Gallud, un «Hopper fusionado con el surrealismo de Magritte». Al magnetismo del conjunto coadyuva una prosa con tendón expresionista y nervadura barroca, pero capaz de noquearnos con el puñetazo verbal del aforismo: «Un parto se parece a una matanza del revés», «Le dan siempre la razón, pero nunca sabe qué hacer con ella» o «Para vestir santos. Para escribir prólogos». Las figuras de Ulises y de Edipo prestan alternativamente sus máscaras a una experiencia que oscila entre la heroicidad diaria y la lucidez trágica, pero que en ocasiones descubre su condición de simulacro quijotesco: «Todos vivimos de alquiler en el retablo de Maese Pedro».

Incisivos, desengañados y «alucinógenos», estos Cuidados paliativos confirman que la voz de Llera posee una modulación inconfundible más allá del terreno en el que juegue: el campo abierto del verso, el dialecto global de la investigación literaria (pronto verá la luz su monografía sobre Miguel Labordeta, premiada con el Gerardo Diego) y el registro confesional de la prosa diarística. Sí, a eso se le llamaba «estilo

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