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Todos somos una isla

Catherine Banner propone unos relatos de miseria feliz y atraso tecnológico en su última obra, La isla de las mil historias

La isla de las mil historias recorre un siglo de la vida de Castellamare, una isla ficticia del Mediterráneo situada entre Sicilia y el norte de África. La llegada de Amadeo, un médico bisoño y huérfano, marca el inicio de una narración que tendrá como telón de fondo las dos guerras mundiales y otros acontecimientos del siglo XX, vistos a través del cristal de los habitantes de un mundo cerrado e idílico. Banner explota todos los tópicos de la arcadia feliz mediante la recreación de la transformación de un espacio casi salvaje, sin electricidad y donde los habitantes viven en una comunidad solidaria, hasta las recientes crisis financieras y las consecuencias de la explotación del turismo. El médico, que sufre el ostracismo por parte del cacique local, decide quedarse en la isla y reabrir un antiguo bar La casa al borde de la noche, y serán los miembros de su familia los que lleven el hilo de la narración. Asistiremos a cambios graduales en la isla con la Primera Guerra Mundial, la llegada del fascismo, la penetración de las modas del continente? si bien la narración es agradable y evoca con mucho tino ese ambiente rural y casi paradisíaco, falla a la hora de querer contar demasiados acontecimientos desde el prisma de los habitantes de la isla, y peca de no hacer que esos cambios hagan mella en los personajes.

La novela tiene ese como su gran problema: personajes arquetípicos que no varían, utilizan registros muy similares a la hora de hablar y realizan una y otra vez las mismas acciones. Este defecto tiene el efecto positivo de trasladar el clima de ensoñación al libro, consiguiendo el ambiente que suele darse en las sociedades cerradas, por no decir en las sociedades insulares, y marcando un tempo narrativo con cierto pulso poético, que la autora se encarga de subrayar con los topónimos, los atisbos de realismo mágico y mostrándonos la parte más luminosa y entrañable de la Italia profunda. Es imposible no leer La isla de las mil historias con sus relatos de miseria feliz y atraso tecnológico, asistir a las estampas de los jóvenes yendo a la guerra y no pensar en películas como El ladrón de bicicletas o La noche de San Lorenzo, dirigiendo una mirada nostálgica a un pasado perdido que implica una necesaria demonización del presente y del progreso.

Además de los propios isleños, en la novela todos los personajes que mueven al cambio vienen de fuera: primero, el médico que fundará la saga que protagoniza el libro; después, un soldado inglés que deserta por amor; y finalmente el hijo del aristócrata local, que regresa tras haber huido al continente en su juventud, marcado también por el desamor y las secuelas de la guerra. Las «historias» a las que alude el título son las que Amadeo va recopilando desde que era niño, y que recogen el folclore y leyendas italianas adaptadas.

La editorial decidió cambiar el título del libro, pero es mucho más acertado el original, La casa al borde de la noche, ya que la casa es un personaje más que va acogiendo a los personajes en su zozobra, y siendo el único elemento al que pueden agarrarse en este repaso al convulso siglo XX, demostrando que el poeta John Donne se equivocaba cuando escribió que «ningún hombre es una isla»; todos lo somos, y por eso necesitamos de vez en cuando relatos amables como este que nos recuerden que no estamos tan solos.

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