Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Dos siglos del nacimiento de Thoreau

Tras el espíritu de lo salvaje

Se cumplen doscientos años del nacimiento de Henry David Thoreau. Inspector de tormentas, agrimensor, caminante, maestro, fabricante de lápices

Tras el espíritu de lo salvaje

¿Por qué nos atrae tanto la escritura de Thoreau? En sus libros encontramos el testimonio de una profunda vitalidad; el lector se contagia del deseo de soledad y de libertad radical que persigue Thoreau mientras camina por los bosques. Leer a Thoreau supone una invitación a vivir esencialmente, liberándote de todo lo superfluo y banal, siguiendo el ideal de simplicidad, confianza y austeridad. Los libros heroicos son, para Thoreau, aquellos que celebran el esplendor de la vida y ofrecen una «visión libre y salvaje del mundo», suscitando un deseo de cambio en quien los lee. También lo son aquellos que convierten a sus lectores en seres peligrosos para las instituciones existentes. Y es que, como escribiera Thoreau, lo que uno empieza leyendo, debe terminarlo actuando.

La vida de Thoreau estuvo marcada por dos experiencias que dejaron una huella profunda en su pensamiento. En primer lugar, su decisión de construirse una cabaña junto al lago Walden para vivir allí durante dos años, dos meses y dos días. Y, en segundo lugar, su negativa a pagar los impuestos como modo de expresar su desobediencia civil ante el gobierno norteamericano que estaba en guerra con México y que todavía no había abolido la esclavitud. Ello hizo que fuera detenido y encarcelado durante una noche.

De puertas afuera

Virginia Woolf decía que todos los libros de Thoreau son en el fondo diarios. En los diarios, cuya antología ha realizado Ernesto Estrella en una magnífica edición en dos volúmenes, hallamos el ímpetu poético de su mirada siempre atenta a la vida, al paisaje y a la sociedad que le rodean. La prosa sinestésica de Thoreau traslada al lector al bosque y a los senderos por los que camina. Al leer sus diarios, evocas las pequeñas sensaciones cotidianas que habitualmente ignoramos: el ruido de la lluvia y el olor de la tierra mojada, el esplendor del amanecer que alimenta las expectativas del nuevo día, la belleza de un roble o el sabor de un arándano. Thoreau estaba convencido de que el tiempo y el ·carácter del día» afectan a nuestros pensamientos y sentimientos. «Un diario no debe albergar simples sucesos o acontecimientos», sino que debe ser capaz de de «captar la experiencia más íntima». Para transcender el mero registro de actos, hay que tratar de escribir «lo que soy y lo que aspiro a ser». Esta idea del diario existencial la tomó de su amigo Emerson, maestro del género, que fue quien le propuso escribir un diario.

Thoreau es el traductor del lenguaje de los bosques que lucha incesantemente por no perder en la palabra el fulgor de la experiencia vivida. Por eso sus palabras se empeñan en conservar la tierra pisada en sus caminatas. «Aquí llevo cuarenta años aprendiendo el lenguaje de estos campos para ver si consigo expresarme mejor». En otro lugar del diario anota que ha tardado más de veinte años en ser capaz de describir, con un lenguaje apropiado, un tipo de junco. Para aprender a mirar y describir la naturaleza, Thoreau buscó inspiración en naturalistas (Humboldt y Darwin) y en paisajistas (Golpin y Ruskin).

Sólo fuera de la ciudad, Thoreau se reconoce a sí mismo. El deseo de soledad y libertad le llevaba a caminar por los bosques todos los días. Dedicaba la mañana a leer y escribir, y las tardes las pasaba caminando una media de cuatro horas. Necesitaba salir de casa pues consideraba que permanecer en ella era causa de enfermedad. «Hay que salir todos los días (...) Quedarse en casa conlleva siempre un cierto tipo de locura. Toda casa es, en este sentido, un hospital. En el instante en que salgo, me doy cuenta de lo rápido que recupero algo de mi cordura». Salir de casa y caminar era una terapia que contribuía a disolver los problemas domésticos y sociales. Thoreau vivió «de puertas afuera» y se planteó escribir un ensayo que llevase este título para «iniciar una cruzada en contra de las casas».

Pero salir de casa era, para Thoreau, algo más que la necesidad de airearse del encierro doméstico. Era también necesario salir para sacarse la cultura y la sociedad de encima. En la calle, dice Thoreau sentirse «mezquino» y «disipado». De ahí que le resultara imprescindible escapar de la frivolidad y la hipocresía social. «Necesito sacarme Concord, Massachusetts, América de la cabeza y recuperar la cordura». También nosotros necesitamos sacudirnos el peso de la información y de las redes para evitar el colapso mental y nervioso. Caminar para deshacer el aluvión de banalidades consumidas y, como diría Unamuno, hacer acopio de paisajes que nos cobijen en el regreso a la sociedad. Salir de las rutinas laborales y de los actos vividos sin intensidad. Romper con la inercia vital. Pese a ello, no siempre le resultó sencillo a Thoreau «sacudirse» la ciudad. A veces caminaba por el bosque sin que su espíritu llegase a pisarlo, al mantener ocupada su mente en las preocupaciones de la sociedad.

Cuando logra sacudirse la ciudad, su sensación es liberadora: «Es por eso que camino en dirección a estas soledades, donde el problema de la existencia queda simplificado, (...) es como si hubiera abierto la ventana. Puedo mirar a mi alrededor, fuera de mí». Como si abriésemos la ventana de la conciencia y nos entregásemos a lo circunstante, abrazando lo que nos rodea, olvidando miserias egocéntricas y temores sociales. Vaciarse, diluirse en el entorno, para retornar a lo salvaje, para simplificar la existencia, para enfrentarnos a los «hechos esenciales de la vida». El yo, como la casa, puede llegar a ser una prisión.

En El triunfo de los principios, Toni Montesinos describe al filósofo como una suerte de flâneur de los bosques y los lagos. La belleza del paisaje y el sentimiento de libertad aguardan a la vuelta de la esquina de la civilización. La cabaña que construyó junto al lago Walden se encontraba a unos pocos kilómetros de Concord. No hay más paraíso y lugar salvaje que el de nuestra mente y mirada. «Es inútil soñar con naturalezas salvajes que se encuentran distante de nosotros. Algo así no existe. Es el bosque que tenemos en nuestro cerebro y en nuestras entrañas, es el vigor primitivo de la naturaleza que late en nuestro interior lo que nos inspira a soñar (...) Soy yo quien lleva lo salvaje a estos lugares». Cualquier rincón de la naturaleza merece ser venerado, pues el éxtasis está en nuestra mirada.

Encontrar la eternidad en cada momento

Robert Richardson destaca el simbolismo que posee el despertar en la filosofía de Thoreau: «La mañana debe recordarle a todo el mundo su vida ideal (...) La mañana nos devuelve a los tiempos heroicos». La mañana nos envuelve en un aire de promesa; es heroica, escribe Richardson, porque «restaura, renueva, revigoriza». Despertamos también de la ilusión del sueño a la realidad que nos aguarda. Sin embargo, la «esperanza de la mañana» se diluye paulatinamente en la «rutina del día» hasta que volvemos a recuperar la tesitura vital al desembarcar «en las orillas pensativas de la noche».

El espíritu del despertar -que, según nos recuerda Casado da Rocha, tan bellamente glosó Jorge Guillén en un poema dedicado a Thoreau- conduce al vitalismo de Walden, donde su autor confiesa que fue a los bosques en busca de los hechos esenciales de la vida para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido. Dado que la filosofía habitualmente pinta la vida de un modo falso y subsidiario (siempre bajo la sombra de la razón, Dios o el yo), Thoreau, siguiendo la estela de Epicuro o Montaigne, se plantea la cuestión de «cómo vivir, cómo lograr una vida plena». Al igual que Nietzsche, Thoreau piensa que debemos relativizar las cargas del pasado y las falsas esperanzas del porvenir: «hay que vivir en el presente, lanzarse a cada ola, encontrar la eternidad en cada momento». La felicidad puede llegar a convertirse en una trampa, cuando la situamos en paraísos racionales o trascendentes que nos alejan del esplendor presente. Tal vez por ello Thoreau aspirase a una felicidad sencilla, casi de animal. Una felicidad parecida a la de las marmotas, escribió.

En su ensayo biográfico, Montesinos subraya el profundo inconformismo vital de Thoreau, para quien la distancia entre sus ideales y sus circunstancias era tan lejana en ocasiones que tenía la sensación de no haber nacido todavía. En una de sus primeras intervenciones públicas, con motivo de su graduación en Harvard, el joven Thoreau realizó una crítica, plenamente vigente hoy en día, al mercantilismo y utilitarismo que guía a la sociedad: «Este curioso mundo que habitamos es más maravilloso que conveniente, más hermoso que útil; está más para ser admirado y disfrutado que para ser utilizado». La universidad le decepcionó porque enseñaba todas las ramas pero ninguna de las raíces. Como señala Casado da Rocha, Thoreau nunca fue un filósofo académico; su mirada, libre y holística, no tenía cabida en una cultura positivista que reclamaba ya una especialización cada vez mayor. Quiso ser maestro pero al negarse a castigar a sus alumnos abandonó el trabajo y fundó una escuela junto a su hermano. Años después reclamaría que las ciudades fuesen universidades, dando a entender con ello que la educación era algo que trascendía el pupitre y la escuela, afectando al entorno urbano y natural. Esta pedagogía del paisaje sería desarrollada posteriormente por Giner de los Ríos y Ortega y Gasset.

Poco antes de morir, reflexionó en Una vida sin principios sobre cómo ganarse la vida en una sociedad que vislumbraba el problema de la alienación laboral. El trabajo no es un fin en sí mismo, sino un medio para el verdadero oficio de vivir. El problema radica para nuestro autor en las servidumbres voluntarias que aceptamos sin darnos cuenta. Creemos ser libres pero nuestro modo de vida habitual muestra lo contrario: «¿Qué sentido tiene nacer libres y no vivir libres? ¿Cuál es el valor de una libertad política sino el de hacer posible una libertad moral?». De ahí la necesidad de ese gran despertar, para hallar lo salvaje, lo indomesticado, lo que nos hace verdaderamente libres.

Aunque es cierto que el pensamiento de Thoreau estuvo atravesado por una tensión permanente entre la «vida espiritual y mística» y una «vida salvaje y primitiva», ello no impidió que el filósofo solitario de los bosques fuese también, en ocasiones, un activista que luchó por sus ideales pacifistas, abolicionistas y ecologistas. Richardson argumenta en su biografía que la mayoría de los trascendentalistas eran activistas sociales y políticos: Theodore Parker, Emerson y Thoreau apoyaron el movimiento antiesclavista, Margaret Fuller el feminismo, y Bronson Alcott la reforma educativa. Por tanto, no es cierto que los trascendentalistas fueron unos meros idealistas que tuviesen «la cabeza en las nubes. Si así era, las nubes tendían más a ser nubes de tormenta y revuelta que volutas de ensoñaciones antisociales». Eran más radicales, social y políticamente, que escritores como Poe, Hawthorne o Melville.

Montesinos nos recuerda que Thoreau no llegó a ver la abolición de la esclavitud, declarada en 1865. Su desobediencia civil y su defensa del Capitán Brown, uno de los episodios clave que desencadenaría la Guerra de Secesión, contribuyó, sin duda, a la abolición de la esclavitud. Pero Thoreau murió joven, con apenas cuarenta y cuatro años. A pesar de asistir tempranamente a la muerte de su hermana y de su hermano, a quien dedicó uno de uno de sus libros más hermosos, Musketaquid, Thoreau nunca sucumbió a la tentación del abatimiento. Sabía que quien observa profundamente la naturaleza, destierra el temor a la muerte. Quizá por ello escribiese que las hojas caídas de los árboles nos enseñan a morir.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats