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Solamente una vez

Las aventuras de Jeremiah Jonhson, de Sidney Pollack

No. No se trata de un artículo sobre el «bolero», esa modalidad de la canción que bordó Agustín Lara en el Méjico indomable. El asunto y la acción de estos folios suceden un poco más arriba del Río Grande y, aunque comparten escenario con los dominios de Moctezuma, todo ocurre en el territorio del cine americano, en el western. El título hace alusión a aquellos directores que, ya encumbrados como maestros, o considerados como eficaces artesanos, o simples debutantes, no pudieron evitar hacer una solitaria y única incursión en el género épico americano por excelencia: el cine del Oeste. Una modalidad que, al margen de su dimensión histórica y su deuda con el relato de acción y de aventura, fagocita todas las temáticas, desde el drama pasional ( Duelo al sol), hasta la comedia delirante ( Sillas de montar calientes), pasando por la reflexión política ( Solo ante el peligro) la religión ( La gran prueba), el optimismo del musical ( La leyenda de la ciudad sin nombre) o las más descabelladas anticipaciones de la ciencia ficción ( Aliens y cowboys).

Las razones por las que realizadores consagrados, especialistas en otros géneros, o audaces principiantes no pudieron sustraerse a la magia del western, una vez tan solo, repetimos, en sus carreras ya consolidadas o por fraguar, son muy complejas. La política de los grandes estudios obligando a sus directores, por contrato, a filmar un número determinado de películas, el deseo de escribir una página en la historia de la modalidad, los intereses comerciales a la hora de aprovechar el tirón en la taquilla del western, la intención de revisar e innovar en sus claves, o el simple capricho, pueden latir en los corazones de cuantos quisieron seguir la estela de los grandes maestros: Ford, Vidor, Hawks, Wyller, Wellman, Mann, Walsh, Hathaway, Sturges, Aldrich o Peckinpah.

Este artículo es tan solo una visión panorámica del asunto, una mirada desde uno de los cerros del Monument Valley que atisba el horizonte y descubre jinetes, caravanas y figuras perdidas en los desiertos y praderas. No tienen, en absoluto, la ilusoria intención de ser algo definitivo. Se trata, más bien, de un juego imaginativo para cinéfilos que, con su sabiduría y memoria, deben completar, criticar, y enmendar cuánto van a leer para pasar un buen rato en estas jornadas estivales. Esta es la historia. Se levanta el telón y, valga el pareado, sale el León (de la Metro, por supuesto. O por ejemplo).

Clásicos en el trapecio, sin red

En 1954, Otto Preminger, abandonando sus temas del cine negro, sus dramas sociales, hizo su primera y única incursión el western, obligado por su estudio y a mayor gloria de Marilyn Monroe que tampoco deseaba meterse en un filme rodado en exteriores y con mucha acción. El resultado fue Río sin retorno, la rotura de una pierna de la actriz y un producto correcto que no aportó grandes cosas a la modalidad. Ese mismo año, Dougls Sirk, el artífice de los elegantes y profundos melodramas de Hollywood, quiso probar fortuna en el western. Y sin ningún tipo de reparos confesó hacerlo a modo de tomarse unas vacaciones al aire libre, en el territorio de Utha, en compañía de su actor predilecto, Rock Hudson, que repetía haciendo de indio - y ya lo había hecho en Winchester 73- en Raza de violencia. Las vacaciones de Sirk fueron estupendas, pero la película no pasó de mediocre, a pesar de contar con un buen presupuesto y una excelente promoción al tratarse de una de las primeras películas en 3D, que, en plan harto paternalista, recurría a contarnos una prolongación de la saga de Cochise.

En 1960 le tocó el turno -¡quién lo iba decir!- a George Cuckor, el maestro de la alta comedia y gran «director de actrices» que se atrevió con El pistolero de Cheyenne para tratar de consolidar a una esplendida Sofía Loren, con melena rubia y tenues mallas, en el cine americano. Como en el caso de Preminger, Cuckor se limitó a poner un sello de corrección y algunas notas pintorescas, al asunto de una compañía de comediantes que recorría el Oeste, sin superar, a pesar del metraje disponible, la escena del actor de las legua, paradigma del teatro en el western, recitando a Shakespeare, en Pasión de los fuertes de Ford. Mejor suerte tuvo Gene Kelly, en 1970, con otra película sobre el mismo territorio: El club social de Cheyenne. El célebre actor, director, coreógrafo y bailarín, unido de por vida al mejor cine musical de la historia, supo sacar provecho a la pareja formada por James Stewart y Henry Fonda, en una comedia de vaqueros, con algún disparo, en torno a un prostíbulo en la pradera, añadiendo ciertas notas críticas y unas buenas pinceladas costumbristas al asunto de las «chicas de salón».

Ese mismo año, el versátil y magistral J.L. Mankiewicz, que había ensayado todos los géneros, a excepción del bélico, puso su mirada caustica e intelectual en el western para continuar insistiendo en sus obsesiones: la doblez y complejidad del ser humano, la vida como una farsa y el mundo como un teatro. Respetando las convenciones genéricas, Mankiewicz desconcertó un tanto a la crítica y un mucho a los espectadores con El día de los tramposos, una historia con pliegues, recovecos y buenos diálogos que no pudo eludir la etiqueta de «rareza» y que se salvó en la taquilla gracias a los reclamos de Kirk Douglas y Henry Fonda interpretando, respectivamente, a un escurridizo ladrón y a un enigmático jefe de prisiones.

Revisionistas y crepusculares

Tras esta época de esplendor del western, entre la aparición del sonoro y la década de los sesenta, el cine, como la cultura americana, se vio sacudido por los últimos estertores de la Guerra de Vietnam. Unos años tensos marcados por la contestación y la desobediencia cívica, por el revisionismo histórico y la aparición de una nueva oleada de realizadores con una marcada voluntad crítica y desmitificadora.

En 1968, Robert Mulligan, abría ya una curiosa puerta al western, como antelación de lo que iba a suceder inmediatamente después. Lo hacía con una historia turbia e inquietante en torno al viejo Oeste: La noche de los gigantes, plena de suspense y con parentescos con el cine de terror. «Una obra maestra- como dijo la crítica- inclasificable y lamentablemente olvidada» que abundaba en el tema, siempre resbaladizo, de los blancos sometidos a la cautividad de los indios. Nada que ver con la súbita aparición de George Roy Hill, «llegando para besar el santo» como suele decirse, con Dos hombre y un destino (1969). Un soplo de aire fresco por todos los costados, combinando humor, acción, melancolía y un irreverente menage a trois entre Paul Newman, Robert Redford y Katherine Ross, con la excelente partitura de Burt Bacharach y dos momentos memorables: un viaje en bicicleta por la pradera y la imagen final, congelada, de los héroes a punto de ser tiroteados.

En ese contexto BlakeEdwards, aunque procedente de la vieja escuela, famoso por sus éxitos y encasillamiento en la comedia, no pudo resistir la tentación de hacer una incursión, también única, en el universo de los grandes horizontes. Y lo hizo con Dos hombres contra el Oeste (1971). Un filme que no podía negar las influencias de los años inmediatamente anteriores fundadas en los presupuestos estilísticos y temáticos del « western crepuscular» sintetizados en la obra de Peckinpah. Es decir, el uso del teleobjetivo, del «ralentí», la cruda exposición de la violencia, la mirada nostálgica y romántica en torno a un mundo que desaparecía. A Edwards no le trató muy bien la crítica, pero su película ha crecido con el paso de los años, convirtiéndose, fuera de sus coordenadas temporales, en un western ejemplar digno de ser revisado.

Dentro de este ambiente, Sidney Pollack, en 1972, llevó a cabo, también, su único trabajo en el género con una historia que revisaba las viejas historias de los «tramperos» en la mejor tradición de Wellman y Hawks: Las aventuras de Jeremiah Johnson. Un debut que se inscribía en la corriente de la defensa del medio ambiente y del indio propia del momento, y que se ha erigido en un clásico, apuntalando la carrera de Robert Redford, que también aparecía en otro « western contestatario» de la época: El valle del fugitivo (1969), la aportación personal de Abraham Polansky al tema de los indios confinados en la reservas, que no gozó del calor del público.

Un debut desastroso en los ochenta

Si el western «crítico y realista», llevado a cabo por la generación de « los moteros salvajes», (Altman, Penn, Hopper) estaba en condiciones de producir su obra maestra más espectacular y, tal vez más emotiva, otro debutante, en esta ocasión Michael Cimino, se encargó de romper esas esperanzas. El afán perfeccionista del realizador, su descontrol a la hora de manejar el presupuesto, malograron el ambicioso proyecto. Cimino, con un presupuesto descomunal en 1980 -44 millones de dólares- y una recaudación de tan solo 3 millones, en Estados Unidos, hundió a United Artists y su pretendida o pera magna: Las puertas del cielo, que con una versión original de 325 minutos, se vio cruelmente mutilada y convertida en otra de 149 minutos, donde se dejaba entrever lo que hubiese podido ser la «Guerra en el condado de Johnson» (Wyoming) entre ganaderos y agricultores: el magnífico prólogo de los estudiantes en Yale y las escenas del Casino y la Pista de Patinaje. La crítica fue implacable: «el más bello fracaso, jamás filmado». Darle un cheque en blanco a Cimino fue como «regalarle un bidón de gasolina a un pirómano».

Minimalismo y estilización

Si la mirada épica del western sobre la colonización del Oeste está salpicada de sucesos poco honrosos fundados en la doctrina del Destino Manifiesto, que privilegiaba el derecho exclusivo de los americanos del Este a conseguir todo el territorio entre el Missuri y el Pacifico, con la consiguiente desaparición de los indios y sus medios de subsistencia, de la implantación de la ley del más fuerte como elemento «pacificador» y de todos los desmanes del capitalismo como ética del proceso «civilizador», el cine no perdió nunca, la oportunidad de denunciar tales desmanes. Algunos de los debutantes, ya citados, eligieron esa mirada que Michael Mann utilizó, por primera y única vez, en 1992, para ofrecer su versión de la novela clásica de F. Cooper, El último mohicano, construyendo un filme de una limpieza fotográfica impecable para rendir homenaje a uno de los elementos más genuinos del western: el paisaje. Un intento plástico de recuperar la naturaleza primigenia americana. plenamente logrado.

En 1995, Jim Jarmusch, un tipo raro de la vanguardia neoyorquina, se dio su baño en el género, se metió de cabeza, cogió, luego, la toalla y se largó. Pero nos dejó Dead man. Una joya en anacrónico, pero hermoso, blanco y negro para denunciar el holocausto de la población indígena y plantear una historia perversa en torno al hombre blanco que se pierde y corrompe al entrar en contacto con un mundo salvaje, y al indio, desplazado por la civilización, que ya no se reconoce a sí mismo y es incapaz de vivir con sus semejantes. Una mirada inteligente, poética y compleja sobre el Oeste, que dejó sus huellas en críticos y espectadores. El inefable Carlos Boyero la calificó como un filme «aburrido e irritante». Mirito Torreiro, apuntó que era «el western más férreamente disparatado, y ejemplar, que he visto en varios años». En todo caso, un corolario luminoso de las poderosa atracción del western sobre cualquier tipo de director.

Ese mismo año de 1995 lo demostró Sam Raimi, que, abandonando momentáneamente su especialidad en el cine de terror, filmó Rápida y mortal. Un ejercicio ameno y divertido, a más no poder, sobre el tópico de los pistoleros, bebiendo en las fuentes, ya de por sí estilizadas, del espagueti-western europeo y en el minimalismo argumental del cómic que, en otros tiempos, tan vinculado estuvo al cine del Oeste y a la televisión con los tebeos y seriales de Kit Carson, Hoopalong Cassidy, Roy Rogers o Búfalo Bill. Película a mayor gloria de la bella Sharon Stone, indiscutible heroína del cuento, rodeada de un elenco de grandes actores: Gene Hackman, Russell Crowe y Leonardo Di Caprio. Con una estética diferente, parca en efectismos, fría como el hielo, pero abundando en viajar al meollo descarnado de los tópicos del género ya conocidos para dejarlos desnudos, Andrew Dominik, hizo su versión particularísima sobre el más célebre de los pistoleros del Oeste en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007). Película controvertida donde las haya, odiada y amada a partes iguales, pero que ya brilla en el curioso altar de las obras de culto.

La opinión del forastero

Probablemente en la salvaje ciudad de Tombstone, un recién llegado no se hubiese atrevido a abrir la boca en el salón para emitir un juicio sobre la calidad del aire; menos aún sobre la del whisky. En el mundo del cine, si. El cine fue siempre muy hospitalario con los forasteros. Muchos westerns clásicos, magníficos, están firmados por extranjeros, por hombres que llegaron desde muy lejos hasta la tierra prometida: Fritz Lang, Michael Curtiz, Jacques Tourner, Ange Lee. Rodar una película sobre la historia del país de acogida bien pudo suponer adquirir, simbólicamente, una carta de ciudadanía. Cuanto menos superar una prueba de incuestionable versatilidad. Un inglés de pura cepa, Anthony Minguella, en 2003, se atrevió, como hicieran aquellos ilustres forasteros, casi con un remedo de Lo que el viento se llevó, filmando la excelente Could Mountain. Una «película río», a medio camino entre La odisea y el drama de Tara, con poderosa presencia femenina y bregando con un episodio, todavía en carne viva, de la Guerra Civil entre sudistas y confederados. Fue una gran contribución al género. Como lo ha sido, recientemente, la del mejicano Alejandro González Iñarritu con El renacido (2015) insistiendo en una historia de tramperos y en otro de los grandes temas del género: la lucha del hombre para dominar los peligros y adversidades de la naturaleza.

El escocés David Mackenzie es, hoy por hoy, uno de los últimos forasteros que se ha atrevido a entrar a caballo, sin ningún tipo de complejos, por la calle polvorienta de Tombstone, llevando en las alforjas, nada más y nada menos, que Comanchería (2016). Un western «fronterizo», o post-western, en la línea de las novelas de Cormac MacCarthy y en ese ambiente frecuentado por los hermanos Cohen en unos escenarios que «no son para viejos». Casi un thriller que, a fin de cuentas, es donde muere o resucita el western, con sus personajes románticos, al margen de la ley, luchando contra sus arbitrariedades e injusticias, y, teniendo entre los ojos, a los implacables guardianes del dinero: los bancos.

The End

Con David Mackenzie ponemos fin a esta mirada curiosa sobre aquellos directores que, solamente una vez, viajaron al Oeste para probar fortuna en la pantalla. El juego, sin embargo, continúa en la mente del lector que ya tendrá su lista de ausencias o de excesos. Si faltan los hermanos Cohen es porque su versión de Valor de ley, cuenta con el precedente de No es país para viejos. Si no está Joshua Logan es porque antes de La leyenda de la ciudad sin nombre contaba en su haber con Bus stop. Si echan de menos a Tommy Lee Jones es porque antes de Deuda de honor había cabalgado por la frontera con Los tres entierros de Melquiades Estrada a cuestas. Pero, sin lugar dudas, no estarán nunca, todos los que son. En el océano inmenso del western, que siempre está comenzando, no hay lugar para la infalibilidad.

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