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Uno de los nuestros

El escritor francés Valery Larbaud residió en Alicante desde finales de 1916 hasta principios de 1920

Uno de los nuestros

Podríamos titular estas líneas de manera directa: «Larbaud en Alicante», pero no es adecuado, porque lo que existe solo es el libro y, recogida en él, la evocación de un período temporal comprendido entre dos fechas que le dan cierta simetría: 18 de febrero de 1917 y 17 de febrero de 1920; señalan la primera y la última de las anotaciones con las que Valery Larbaud resume y glosa su experiencia en Alicante. Se trata de la parte de su Journal 1912-1935 referida a nuestra ciudad; páginas que fueron traducidas por José Luis Cano y publicadas en 1984 por el entonces Instituto de Cultura Juan Gil-Albert.

Este libro es, pues, un fragmento -traducido- de otro más extenso: un segmento de la vida de ese escritor nacido en Vichy, en 1881, y fallecido en la misma localidad francesa en 1957. Pero ese fragmento, que abarca tres años, tiene su unidad y su sentido: contiene el resultado, destilado en palabras, de una experiencia vital que para nosotros, los alicantinos, tiene un notable interés. Asistimos a unos años de la vida en nuestra ciudad desde la perspectiva de un escritor francés muy representativo de su tiempo, amigo de André Gide y de Paul Valery, con quienes se escribe, y de quienes recibe sus libros; amigo y traductor de James Joyce (a él se deben las versiones francesas de Dubliners y de Ulysses. Es, pues, uno de los nombres prestigiosos en la vanguardia de las letras europeas, bien situado, bien relacionado, y excelente conocedor del panorama literario desde ese privilegiado observatorio que era la Nouvelle Revue Française.

Larbaud gozaba de una situación económica privilegiada: vivía de las rentas generadas por la explotación de los manantiales de Vichy, que había heredado de sus padres. Su fortuna le permitía viajar por toda Europa, frecuentar los ferrocarriles en vagones de lujo y visitar numerosas ciudades, desde Moscú a Londres, desde Estocolmo a Cádiz. Europa era su patria. José Luis Cano apunta en su excelente introducción un dato esencial para conocerlo: «se sentía tan en su casa en Cambridge como en Atenas, en Alicante como en Roma». Era un europeísta convencido. En 1919, y desde Alicante, reflexiona sobre los males de los nacionalismos, y, en lo literario, sobre la irrelevancia de eso que llaman «poetas nacionales». «Francia, Inglaterra, Italia, Alemania y España están por encima de tal cosa». Esa figura literaria es propia de países pequeños, de escasa proyección. «Todo lo que es nacional es estúpido, arcaico, vulgarmente patriótico? Hoy existe un país, que es Europa». Así pensaba, de manera afirmativa y optimista, acabada la Gran Guerra. Por desgracia, el futuro destruiría esos anhelos con el resurgir de los nacionalismos y sus terribles resultados.

Elige Alicante para trabajar. Aquí traduce a Samuel Butler, escribe Beauté, mon beau souci (reescribiendo un relato anterior e incorporando experiencias alicantinas, aunque trasladándolas a un ambiente inglés), corrige pruebas de Enfantines, y lee, lee mucho. Si diéramos cuenta de las lecturas mencionadas, tendríamos que copiar una larga lista. Lee bastante literatura española; y no está de más aportar dos datos: que Baroja le interesa más que Unamuno, y que sus dos escritores preferidos son Gabriel Miró y Ramón Gómez de la Serna. De los dos publicó traducciones suyas al francés y a los dos aludió en su visión de la nueva literatura europea que resume en el prólogo a su traducción de Dubliners, situándolos junto a Joyce.

Pero lo más importante en ese Diario es la vida que percibimos en torno a él, la realidad cotidiana que va apareciendo a su alrededor, como si fuera iluminando un espacio próximo: sus amistades, sus lugares preferidos por donde pasea, sus interiores domésticos, sus costumbres, sus amoríos, sus estados de ánimo? Valery, o don Valerio, como lo solían llamar, se integró en la vida de la ciudad a través de sus amistades, en un trato en el que vemos familiaridad, cordialidad y afecto. Viene a ser todo lo contrario esa imagen del extranjero -preferentemente británico- que observa con distancia aquello que le resulta pintoresco, y va anotando sus impresiones.

Larbaud hizo estrecha amistad con el doctor Higinio Formigós, quien le procuraba remedios para su mala salud; vivió durante unos meses con la familia del escritor Eduardo Irles, amigo de Miró (quien entonces vivía en Barcelona) y del grupo célebre de Diario de Alicante, de Germán y Julio Bernácer, de Emilio Costa y de Oscar Esplá. Hizo amistad con el abogado y político radical José Guardiola Ortiz, veraneó cerca de él, en San Vicente del Raspeig, y se enamoró de una de sus hijas, a la que menciona como Ella, y de la que nos deja la impresión de su presencia en varios pasajes: «Ella estaba allí? Iba peinada a la alemana, con dos trenzas cruzadas sobre las orejas, que le daban más que nunca ese aire de Margarita que me gustaba tanto. No he tenido la dicha de tocar su mano».

Y es que Larbaud era muy enamoradizo, y de ello da cuenta en no pocas páginas de su diario. Son varias las mujeres alicantinas que le produjeron sentimientos intensos, tanto que en un par de ocasiones estuvo a pique de contraer matrimonio. «He actuado sin reflexionar y me he visto metido en un terrible apuro», dice en septiembre de 1917, después de suprimir algunas páginas y de apuntar que aquello puede serle útil para un libro. Pero meses antes, el 11 de junio, anotaba que había destruido el diario de septiembre-noviembre, añadiendo que con ese asunto «podía haber hecho una bonita novela con final feliz». Amores, amoríos, flirteos (palabra que el traductor utiliza con frecuencia) ocupan buena parte de los pensamientos, preocupaciones y tiempo del diarista. Una vida sentimental a veces superficial, a veces intensa. La última anotación, tiene especial relevancia. Se refiere a Araceli, una joven quinceañera que le fascina: «un verdadero sol de belleza, todo fuego y dulzura, timidez y esplendor». Recuerda entonces un beso robado, diez años atrás, a una tal Encarnita, un momento que ha quedado fijado en el tiempo; pues bien: «una mirada de Araceli es siempre para mí más dulce que un beso de Encarnita». Estos sentimientos son los que encontramos en la novela escrita en Alicante, dedicada a sus buenos amigos y «llena de recuerdos de la Terreta».

Esos recuerdos no son anecdóticos, ni costumbristas (la novela se desarrolla -como ya hemos apuntado- en Inglaterra); forman parte de estratos profundos en la experiencia sentimental. Pero el Diario, evidentemente, está saturado de un ambiente alicantino que podemos representarnos con facilidad: las calles en que habitó (Bazán, Mayor, Canalejas); los lugares que frecuentó en sus paseos, donde incluye un Paseíto de Ramiro (los que tenemos una edad lo recordamos con nostalgia) del que escribe: «un pequeño jardín que lo prefiero al Botánico de Nápoles y al del Casino de Montecarlo». Los teatros y cines: el Novedades, el Salón Moderno, el Salón España, el Teatro de Verano, el café cantante La Giralda (en la Rambla)?, y también el balneario Diana, al que acudía las mañanas de verano. Pero lo que, según confiesa, le ayuda «a combatir mi humor sombrío» son sus relaciones de amistad, las compañías en su vida habitual, la participación en esa vida de costumbres de la burguesía local en la que se integra: el veraneo en San Vicente, donde colabora en la creación del Raspeig Tenis Club las distintas fiestas, como la que él se encargó de organizar con motivo del 14 de julio. Los resúmenes de su actividad diaria dan cuenta de una vida dichosa, por encima de sus frecuentes crisis de salud: las reuniones en casa del doctor Formigós, las celebraciones del fin de año, la percepción del ambiente de los carnavales al fondo de algunas escenas?, y sobre todo el encanto de las tertulias donde participan las mujeres.

Fueron fundamentales para él las relaciones con esos amigos cultos e informados del momento cultural europeo, e incluso protagonistas de ese momento, como lo son Esplá, Bernácer, o un Miró que, si entonces no residía en Alicante (no lo conocerá personalmente hasta 1923, en Madrid), sí está su huella y su reflejo en sus amistades, y en sus libros, que conocía perfectamente. No está de más apuntar que una de las primeras visitas en Alicante (tal vez acompañado por Eduardo Irles) fue a Joaquín Dicenta, en su lecho, pocos días antes de su muerte, de quien nos deja unos interesantes apuntes, un verdadero documento vivo.

Un día lluvioso, el 21 de noviembre de 1918, mientras atravesaba la plaza de Hernán Cortés, sintió nostalgia de Inglaterra y vivos deseos de volver allí; pero de inmediato pensó que una vez allí recordaría esta ciudad con la misma nostalgia, y escribe sencilla y llanamente la verdad que necesita: «Estoy bien aquí, me encuentro a gusto» (esto último escrito en castellano). Sencillo y directo como lo es otro momento revelador.

En esos tres años Larbaud hizo algunos viajes y excursiones (Cartagena, Gandía, Biar?), en una de ellas visitó Albacete; en la breve descripción de la ciudad menciona una avenida moderna que nace detrás de la estación, «y que es para los albaceteños lo que la Explanada es para nosotros los alicantinos». Así es: Larbaud quiso ser -y lo logró- uno de los nuestros.

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