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Séptimo Arte

Virginia Woolf va al cine

El libro Horas en una biblioteca (Seix Barral, 2016) reúne una serie de ensayos de la escritora

Virginia Woolf va al cine

El breve texto de Woolf se titula El cine (The cinema) y forma parte de un volumen con ensayos literarios sobre Conrad, Melville, Dostoievski, Jane Austen, Emerson y Thoreau, entre otros. Especialmente recomendable es el escrito que abre la antología y que le da título, Horas en una biblioteca, en el que proclama la pasión lectora como algo diferente de la mera erudición.

Desde que Maximo Gorky visitara «el reino de las sombras» en 1896, numerosos han sido los escritores que han reflexionado sobre el cine. Virginia Woolf comienza su ensayo cinematográfico recordando el olvido de los filósofos respecto al cine. Porque el cine hace posible que el buen salvaje siga existiendo en nosotros. Los filósofos, sin embargo, declaran que nuestra civilización ha terminado con el buen salvaje. Olvidan que el espectador que acude al cine, en la época de mayor esplendor del cine mudo, lleva dentro de sí el espíritu inocente del buen salvaje. El cine recupera la mirada inocente de una cultura decadente. Como si la realidad renaciera de nuevo, el cine invita a un nuevo modo de ver las cosas.

El arte del cine parece simple a primera vista. Casi estúpido, nos dice Woolf. La mirada del espectador se desliza feliz por las imágenes de la pantalla. Liberado de la razón y el pensamiento, la mirada fluye libre entre las imágenes. «El ojo todo lo absorbe simultáneamente, y el cerebro, gratamente excitado, se acomoda a contemplar cómo suceden las cosas sin tomarse la molestia de pensar en nada». Pero sucede, en ocasiones, que el ojo está en aprietos y necesita la intervención de la razón para iluminar la visión. «Está pasando algo que yo no entiendo ni de lejos. Se te necesita aquí». No obstante, una intervención excesiva de lo intelectual puede hacer perder fulgor a la mirada.

La imagen cinematográfica revela al espectador una belleza diferente a la que «percibimos en la vida cotidiana». «Mirando la pantalla, nos parece estar lejos de las mezquindades de la existencia real». Nos protege del peso de lo real, permitiendo que la mente se abra a la belleza efímera de las cosas que queda suspendida en el registro permanente de los fotogramas. «Contemplamos un mundo que se ha tragado las olas» pero que puede volver a ser proyectado, incluso en la pantalla del recuerdo.

Leyendo una observación de Woolf sobre las adaptaciones de las novelas al cine, he pensado en la película Las horas (Stephen Daldry, 2002), basada en la novela homónima de Michael Cunningham que, a su vez, se inspira en La señora Dalloway. Dice la autora inglesa que el cine levanta el vuelo, se hace más libre «cuando renunciamos a relacionar las imágenes del libro con las escenas accidentales que nos llegan». El cine fracasa cuando aspira a una fiel adaptación literaria, cuando la palabra acaba reduciendo a la imagen a una función subsidiaria. Para evitar ese reduccionismo literario, David Hare, guionista de Las horas, se planteó lo siguiente: «En la película, no se puede disponer de la voz interior a menos que sea voz en off? Desde el mismo principio, convenimos meridianamente que no usaríamos la voz en off; una vez que esto estaba claro, tuve que crear cierto número de situaciones que expresaran lo que estaba pasando en el interior de la mente de los personajes sin tener que explicarlo».

Tras una serie de reflexiones generales sobre el cine, el ensayo de Woolf toma un nuevo rumbo. El detonante es la experiencia reciente de Virginia Woolf tras acudir al cine en 1926 a ver El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920). Woolf considera que dicha película señala un horizonte nuevo para el cine. La película expresionista narra la realidad distorsionada a través de la mente de un loco. Esta exploración visual de la subjetividad supone una ruptura narrativa con las formas tradicionales del relato cinematográfico. Ruptura que también había sido ensayada por ella en su literatura pues cuando descubre la película de Wiene, acababa de publicar La señora Dalloway (1925), novela que, tras la estela de James Joyce, da vida a la conciencia de su protagonista durante un día.

En El gabinete del doctor Caligari un lenguaje de sombras construye un nuevo mundo donde pensamientos y sentimientos se transmutan en imágenes simbólicas. Un cine capaz de mostrar sin decir es lo que suscita la fascinación de la autora de Una habitación propia. «¿Hay acaso, nos preguntamos, un lenguaje secreto que sentimos y vemos, que nunca decimos? En tal caso, ¿puede ser visible? ¿Hay alguna característica que posea el pensamiento y que pueda plasmarse visiblemente sin ayuda de las palabras?». Aquí se halla, en mi opinión, la intuición más valiosa del ensayo de Woolf: el cine revela un nuevo modo de pensar el mundo y la vida que prescinde de la palabra. El hallazgo de un pensamiento visual es más bello que el propio pensamiento. «La semejanza del pensamiento es, por alguna razón, más: bella, comprensible y asequible que el pensamiento mismo». En este nuevo pensar la imagen sensible trasciende la idea inteligible, provocando una «emoción visual». El espectador halla en el cine una «belleza desconocida e inesperada» pero que dura un solo instante.

Virginia Woolf reivindicó con este ensayo las potencialidades estéticas del cine, destacando su autonomía, en tanto que lenguaje diferenciado de la literatura y del teatro. Pero, además, encontró en el cine vanguardista una inspiración para la búsqueda de una nueva manera de concebir la literatura más allá del realismo.

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