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Disolución de la quimera

Desde enfoques muy distintos, Javier Vela y Emilio Martín Vargas se aproximan a los misterios de la creación poética y a los desengaños de la realidad cotidiana

Javier Vela y Emilio Martín Vargas. información

En el río revuelto de la poesía actual hay de todo: raperos sin fronteras, cantautores suburbanos, apóstoles de la autoayuda y, sí, incluso poetas. Dos libros recientes certifican que las musas no se han vuelto de repente cómplices de los sarpullidos adolescentes, sino que suelen irse con quienes tienen esa cualidad que los antiguos llamaban «visión del mundo».

Después de Ofelia y otras lunas y Hotel Origen, Javier Vela (Madrid, 1981) confirma en Fábula que estamos ante un auténtico demiurgo de universos estéticos, dueño de una voz personal y de un estilo que bracea con soltura entre las constelaciones asociativas del simbolismo y el turbión visual de las vanguardias. Bajo el baudeleriano título de «Correspondencias» y el influjo de Fábula y signo, de Pedro Salinas, en la primera sección de este libro encontramos una serie de adivinanzas poéticas que remiten a un referente intermedial. No en vano, en el despliegue versicular de las composiciones se ocultan los fotogramas de algunas películas ( Rhino season, del iraní Bahman Ghobadi) y los parpadeos catódicos de series de televisión como Lost y Juego de tronos. Sin embargo, Vela no describe esas imágenes a través de una iconografía pop, sino que elabora una tupida red metafórica que dota de dimensión trascendente y de corolario fabulístico a la anécdota: «Seguir perdido quiero un poco más, mientras la vida pasa y, en la isla, un dios herido inventa mi destino» («Lock sale de la isla»), o «Han visto caer a reyes. Han conocido el tiempo de los ídolos. En su particular genealogía puede leerse el signo del futuro» («Visión en Roca Casterly»). Tras ese deslumbrante principio, los restantes apartados de Fábula transitan por los diversos ángulos que definen al sujeto: el espejismo del amor («En el país de Amara»), las geografías privadas («El sur»), la apertura a los asuntos colectivos («Retrato de familia») o la reflexión metapoética («Habla el fabulador»). Instalado en un tiempo que ha sustituido el vuelo metafísico por las acrobacias low cost y que ha devaluado la verdad hasta añadirle insidiosos prefijos, el yo nómada que asoma en las estrofas vive exiliado en un mundo que sigue «Esperando a los bárbaros», como predijo Cavafis, y del que solo podemos escapar por la salida de emergencia de la ficción suprema: la escritura. Lamento elegiaco por la disolución de las quimeras, Fábula es también un gran canto épico a la pequeña lírica de lo cotidiano.

Más veterano en el mundo, pero recién llegado a la poesía, Emilio Martín Vargas (Valencia, 1979) ingresa con Lloráis porque sois jóvenes en la categoría de autor édito y premiado, pues su libro se presenta con el Premio «Hermanos Argensola» bajo las solapas. Los propios títulos de los poemas -algunos tan llamativos como «Voy a publicar en Wikileaks todos tus mensajes de whatsapp», «Nochebuena en casa de los Panero» o «Me sale a devolver»- nos dan una pista de por dónde van los tiros. En efecto, Martín Vargas se sitúa en la estela de un malditismo desencantado donde coexisten las sublimes derrotas de Bukowski, las odas neocapitalistas de Manuel Vilas y las confesiones «de mostrador» de Karmelo C. Iribarren. No obstante, reducir el mérito de Lloráis porque sois jóvenes al panteón de las influencias sería hacerle flaco favor a un poemario que sorprende por su desenvoltura para infundir savia nueva a los viejos tópicos literarios («Amor constante más allá de los treinta»), adherirse a una mitología generacional, renegar de los amores de barra y disparar aforismos a bocajarro: «Benditos los que no conocen el amor / porque toda su vida han sido camareros». Sin duda, uno de los logros de Martín Vargas reside en la confección de un sujeto antiheroico que va de mesa en mesa y de fracaso en fracaso, que compara su pax doméstica con los greatest hits de la historia colectiva y que se sabe condenado a registrar «la contabilidad en B de todos los placeres / que no eran nuestros». De vuelta de casi todo, no es de extrañar que la última pieza del libro reemplace los eslóganes desesperados por la desesperanza endémica: «Soy / un imperio que decreta el fin de la historia / mientras avanza / con la calma tenaz de un continente / hacia la decadencia». Lloráis porque sois jóvenes es un himno apocalíptico que debería sonar en los mejores bares de la tierra.

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