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La dama inglesa en su cortijo

Lápida de Marjorie.

Marjorie Grice-Hutchinson vivió durante su infancia en Málaga donde su padre, un abogado inglés malagueño de adopción, tenía una finca cerca de Churriana, el cortijo de San Julián. Marjorie, años después, abandonó su cómodo empleo en la London School of Economics y la dirección del departamento de español del Birbeck College y regresó a «su» Málaga al contraer matrimonio con el baron Ulrich von Schlippenbach, dueño de otro cortijo malagueño, el de Santa Isabel.

La vida de esta profesora británica de Economía transcurrió desde 1951 en la provincia en que se crió y en la que siempre había deseado residir. Continuó su labor académica colaborando con la universidad de Málaga y, en 1992, fue nombrada doctora honoris causa por este centro. En 1993, Marjorie recibió el mismo honor por parte de la Complutense madrileña. Poseedora de la Orden del Imperio Británico, esta dama inglesa fue nombrada hija predilecta de Málaga, ciudad en la que falleció y en cuyo cementerio inglés, al que dedicó una de sus obras, está enterrada.

Marjorie fue una firme defensora del libro que dejó escrito la poetisa Gamel Woolsey, esposa de Gerald Brenan, un testimonio emotivo sobre las primeras ocho o diez semanas de la Guerra Civil en aquella vieja casona de Churriana donde habitaron los Brenan, poco antes de embarcar en Gibraltar huyendo de la barbarie, y donde eran visitados, entre otros, por Bertrand Russell o Virginia Woolf. El testimonio de Woolsey, Málaga en llamas, publicado en 1939 bajo el título de Málaga Burning, resulta un texto «hermoso y conmovedor» que algunos han considerado a la altura de clásicos como el Homenaje a Cataluña de George Orwell.

Marjorie, que nos ha dejado algunos libros importantes sobre la economía española editados en Crítica o en Alianza, publicó en 1956 Malaga Farm, traducido años después como Un cortijo en Málaga. El libro, fruto de su cariño por esta tierra y su deambular por toda la provincia, amen de su biografía personal, constituye un ameno e interesante recorrido por la historia, economía, arte, gastronomía o costumbres de unos lugares que una persona inteligente conoció y estimó hasta el punto que en su testamento legó la finca de su padre, San Julián, a la Universidad de Málaga para servir de Centro de Experimentación Científica.

Como bien señalan los traductores de Malaga Farm, que estuvieron discutiendo el contenido con una Marjorie que a pesar de sus noventa y un años conservaba una lucidez envidiable, la narración tiene poco que ver con las andanzas hispanas de buenos paseantes como Richard Ford „del que Marjorie discrepa totalmente en su percepción de la capital malagueña„, o George Borrow. Su contenido está mucho más cerca del excelente libro South from Granada, que Gerald Brenan publicaría un año después que su amiga inglesa el suyo.

Marjorie, al comienzo de su libro, define irónicamente lo que resulta ser un cortijo: «?esta distribución les da un aspecto de edificio religioso, y así una vez que has traspasado el inaccessible muro exterior, y esperas encontrarte con un grupo de monjas cruzando el patio, te ves un tanto sorprendido al hallar en su lugar una procesion de pavos alborotados».

A pesar de su ideología liberal, la profesora inglesa no deja de evocar los problemas que les causaron a la familia de su esposo las milicias populares durante los primeros meses de la Guerra Civil,cuando el gobierno legal de la República todavía mantenía el control de Málaga: «Las tierras quedaron bajo el control de la Casa del Pueblo, o sede de los trabajadores del campo, que enviaba partidas de hombres todos los días y obligaba a los dueños de los cortijos a pagarles, hubiera trabajo para ellos o no?»

Su condición de extranjeros tampoco les sirvió para evitar algunas «incomodidades» ideológicas ya que una noche apareció una patrulla que obligó a su esposo a que ordeñara él solo cuarenta vacas mientras una miliciana, sentada a su lado, jugaba con una pistola «de forma amenazadora». Ni que decir tiene que el baron alemán decidió poner tierra de por medio y partió hacia Alemania con sus padres y, desde allí, volvió hacia Sevilla para ponerse al servicio de las tropas franquistas. Añade Marjorie, citando a su marido, que tras la partida de los propietarios el cortijo fue colectivizado y que en el plazo de un mes la producción de leche bajó de mil ochocientos litros a solo doscientos veinticinco y los sueldos diarios de los hombres de cinco pesetas a una con veinticinco: «No es de extrañar, pues, que cuando Ulrich volvió al final de la Guerra, sus antiguos peones le recibieran con los brazos abiertos".

De entre las multiples, bellas e inteligentes descripciones que nos deja la dama inglesa, una de las que se lleva la palma es la referida al sistema de regadío. Asegura que no existe un espectáculo más fascinante y genuino en España que ver regar los campos, tradición que viene de la época de dominación musulmana. Recomienda al turista sensible observar este espectáculo en lugar de verse obligado a asistir a la inevitable corrida de toros: «Después de arar la tierra. Se cava y se le da forma de pequeños canales, caballones y surcos, hasta que toma un aspecto de tablero de ajedrez. En cada casilla del tablero, los caballones forman una estructura laberíntica?»

Para finalizar y aunque las doscientas sesenta páginas del libro dan para mucho más, citaremos la típica anécdota de los viajeros ingleses, en este caso de Marjorie y no sobre unos bandoleros románticos ya desaparecidos; ésta sobre el carácter, la religiosidad y los caminos españoles carentes de puentes contada a la inglesa por Cristóbal, «el peón de más antigüedad»: Un día se encontraba frente a un río transportando a un sacerdote en un carro con dos mulas. Se pusieron manos a la obra para intentar cruzar la corriente pero a mitad del curso el carro se enfangó y las mulas se pararon en seco y se negaron a continuar mientras la corriente amenazaba con llevarselo todo por delante. El cura se puso nervioso y el cochero comenzó una letanía de ¡Vamos, bonitas! ¡Vamos, corazones míos! y cosas similares; sin embargo, los piropos no hicieron ninguna mella en la testarudez mular y todo indicaba que la cosa iría a peor. Finalmente, el cochero le dijo al sacerdote que las mulas no le hacían mucho caso y que si le permitía tratarlas como él solía y que Dios le perdonara. Ante el semblante demudado del religioso, el cochero tomó el mando y cambió de actitud: «¡Que el demonio os lleve? cacho bestias», mientras soltaba una serie de blasfemias a cual más sonora. Al decir de Cristóbal, las mulas se pusieron en marcha enseguida y, al poco, se encontraban sanos y salvos al otro lado del río. El cochero, satisfecho por el deber cumplido y el cura, de rodillas pidiendo perdón al Altísimo. Las cosas de España, que diría Richard Ford o Marjorie Grice-Hutchinson.

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