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Mirar solamente, sin desear probar nada

El libro de Wim Wenders, Los píxeles de Cézanne, reúne una serie de ensayos sobre sus devociones fílmicas y artísticas

El actor Harry Dean Stanton en un plano de Paris, Texas.

Hay en el cine de Wim Wenders la búsqueda de una imagen pura e inocente. Algunas de sus películas, como En el curso del tiempo (1975) o Paris, Texas (1984), comienzan con una imagen a partir de la cual se cuenta una historia que adquiere, en muchas ocasiones, la forma de un viaje. Wenders y su amigo Peter Handke, el escritor en cuyas obras se basan algunas de sus películas, plantean una reflexión sobre la relación entre imagen y narración. ¿Cómo contar una historia sin que las imágenes se limiten a cumplir una función subsidiaria o ilustradora? «En la relación entre la historia y la imagen, la historia se parece a un vampiro que intenta vaciar la imagen de su sangre», escribió el cineasta. Para evitar ese efecto vampirizador del relato, Wenders muestra paisajes en movimiento. El paisaje, plano de apertura de algunas de sus películas, supone -como ya señalara Eisenstein- una liberación de la carga narrativa. El propósito de Wenders no es otro que trascender el lenguaje, o al menos renovarlo, para evitar sepultar la mirada bajo el peso de la palabra.

Tanto el lenguaje como el pensamiento ofrecen una visión distanciada del mundo. En su ensayo sobre la verdad de las imágenes, Wenders se define como un cineasta cuya mirada persigue deshacer la representación intelectual del mundo: «Ver es sumergirse en el mundo, mientras que pensar es siempre distanciarse. Creo que soy una persona muy intuitiva y, para mí, la visión es la mejor forma de expresar y de que me impresionen».

El sueño inicial de Wenders fue un tipo de cine donde la imagen no fuera narrativa. Pero una imagen libre requiere una mirada inocente. Ese es el anhelo que expresa el cineasta en el documental Tokyo Ga (1985) mientras viajaba en avión hacia la capital japonea: «Era bello mirar por la ventanilla. Pensé que si fuera posible filmar así, hubiera sido como abrir los ojos, para mirar solamente, sin desear probar nada». Poco después, el cineasta confiesa que sus imágenes le parecen inventadas, banales y ornamentales. De ahí el sentido de su viaje a Tokyo: buscar en el cine de Yasuhiro Ozu y en sus paisajes un antídoto contra la enfermedad de las imágenes. Casi treinta años después de filmar este documental, Wenders escribe lo siguiente en un libro sobre sus afinidades artísticas que acaba de traducirse al castellano (Los píxeles de Cézanne, Caja Negra, 2016): «Si su visón del cine [de Ozu] alguna vez fue paradisíaca, vista hoy resulta completamente utópica».

Esta cuestión de la alienación de la imagen está presente en su filmografía desde las primeras películas realizadas por Wenders. En Alicia en las ciudades (1974), el protagonista, Felix Winter, es un escritor al que se le ha encargado un libro sobre el paisaje americano. Pero su proyecto fracasa al constatar la imposibilidad de hilvanar una narración o discurso en torno a los diferentes paisajes, de modo que Felix sólo entrega a su editor una serie de imágenes. Felix mantiene una relación ambivalente con las imágenes: pues si bien confiesa su insatisfacción ante los resultados («Nunca sale lo que ves», dice en un escena de la película), siente una dependencia existencial que le impide dejar de hacer fotografías a cuanto acontece a su alrededor: «Tu problema es que necesitas imágenes para demostrarte que sigues existiendo», le dice otro personaje.

Otra de sus películas que con mayor evidencia poética pone de relieve la crisis de las imágenes es Libon Story (1995), protagonizada por un director de cine, Fritz, que pretende hacer una película sobre la capital portuguesa. En un cine en ruinas, Fritz confiesa a su amigo la dificultad de su proyecto: «las imágenes ya no pueden ser creídas. Hace no mucho tiempo, las imágenes explicaban historias, mostraban cosas, porque estaban conectadas a la memoria. En la actualidad, solamente venden. Historias y cosas son intercambiadas frente a nuestros ojos ciegos. Incluso no saben cómo mostrar nada».

Lo que se propone Fritz es buscar imágenes inocentes, liberadas de la contaminación audiovisual de la que su mirada forma parte. Para ello se dedica a captar imágenes no vistas, es decir, la cámara adherida a su espalda filma libre y azarosamente mientras pasea por las calles de la ciudad. Imágenes sin sujeto, sin conciencia. La mirada mecánica e inconsciente queda liberada del pensamiento. Su proyecto experimental sería similar a una biblioteca de imágenes no vistas: «una imagen que no es observada no puede vender nada. Es pura; por lo tanto, verdadera y bella. En una palabra, inocente, siempre que ningún ojo la contamine. Está en perfecta armonía con el mundo si nunca es vista».

Como la inocencia del niño anhelada por esos ángeles, testigos de vidas ajenas y que escuchan sus pensamientos, en una de las mejores películas de Wenders: El cielo sobre Berlín (1987). «Cuando el niño era niño jugaba entusiasmado, y ahora se concentra como antes sólo si se trata de su trabajo», dice el poema de Peter Handke que forma parte de la narración de la película. Mirada inocente, espontánea y despreocupada, que celebra la vida como si fuera un juego infinito. Ese puro mirar, «sin desear probar nada» es el que el cine de Wenders trata de evocar.

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