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En el nombre del padre

El Premio Gil de Biedma ha recaído en dos libros de poemas que hablan de las siempre conflictivas relaciones entre padres e hijos

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Las relaciones paternofiliales constituyen un tema poético tan apasionante como cualquier otro, así sea el amor constante más allá de la muerte o los problemas de conexión a la banda ancha. Como siempre, la posibilidad de dotar de universalidad al árbol genealógico estriba en esa cualidad intangible que los críticos denominan «talento» y que los poetas prefieren llamar «duende» o «chiripa», según anden de calientes los ánimos y las lenguas. Y si el cainismo es uno de nuestros más inveterados deportes nacionales, la pulsión de matar al padre parece instalada en la psique colectiva desde que Freud es Freud.

La novela personal de cada cual se ha convertido a menudo en otro género narrativo igual de personal, pero más transferible: la autoficción. Libros como Experiencia, de Martin Amis; Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente; o El viaje a pie de Johann Sebastian, de Carlos Pardo, focalizan la trama en el conflictivo trato de los hijos con el padre, poco importa si ese padre responde al nombre de Kingsley Amis o adopta las hechuras de un individuo anónimo. La poesía reciente tampoco ha evitado meter el dedo en la información genética, tal como demuestra Mis padres: Romeo y Julieta, de Pablo Fidalgo Lareo.

Más benevolente en general suele ser la mirada del padre hacia los hijos, tanto si los versos se dirigen a una hija real (Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo) como si dedican a la abstracción de una hija (Palabras a una hija que no tengo, de Andrés Neuman) o a un hijo disuelto en la efervescencia enunciativa (Temperatura voz, de Mariano Peyrou).

Esta larga conseja viene a cuento de dos poemarios recientes unidos por premio y por tema: El silencio de los peces, de Jacobo Llano, y Vértices, de Francisco Onieva, se hicieron ex aequo con el último Gil de Biedma, y en ambos la paternidad resulta el núcleo alrededor del que se organiza el discurso. En el segundo libro de Jacobo Llano (Madrid, 1971), la crudeza con la que el autor -de poco vale ahora la cautela del «sujeto lírico»- cuenta los desencuentros con su padre se transforma en una suerte de viacrucis a partir de la enfermedad, la agonía y la muerte de este último. La fisicidad expresionista, la crudeza verbal y la explosión emotiva habrían conducido, en un autor menos dotado, al precipicio del patetismo.

El logro de Llano consiste en hacer de su evolución psicológica un camino de perfección, desde la ira del adolescente que intenta en vano imitar el modelo paterno hasta la redención del adulto que observa en los estragos de la enfermedad un desvalimiento desconocido. El conturbador broche final, Sueño de una noche de invierno, es un monólogo dramático donde el padre regresa desde la ultratumba, como el espectro de Hamlet, no para reclamar venganza, sino para entregar una última lección de vida: «El tiempo no lo cura todo. El tiempo es la herida». Pese a la superficie coriácea de El silencio de los peces, si uno está dispuesto a sumergirse en su corriente subterránea descubrirá una escritura incandescente, una voz en carne viva, un auténtico aldabonazo en la puerta de la poesía actual.

Frente al turbión elocutivo y la violencia expresiva de este libro, Vértices se caracteriza por una dicción minimalista y una mirada traspasada por la ternura de lo cotidiano. Cerca de una poesía entrañada, Francisco Onieva (Córdoba, 1976) no firma una autobiografía torrencial, sino un diario doméstico donde el yo va recomponiendo su identidad subjetiva a partir de la identidad en construcción de las hijas. Ajeno a la aceleración de la realidad contemporánea, el autor ofrece el testimonio de una aurea mediocritas que intenta definir los límites precisos de la felicidad, analizar la sintaxis de la existencia diaria o dotar a la escritura de una capacidad de permanencia similar a la que posee la imagen vitrificada de un vídeo casero. A sabiendas de que la armonía es siempre un simulacro («Sois la única certeza con que fingir que el mundo está bien hecho»), Vértices revela la madurez de una voz que aspira a devolverle a la poesía una pureza que perdió incluso antes de que Neruda decidiera arrastrarla por la jungla de asfalto. He aquí dos valiosos ejemplos de que las leyes de la herencia siguen siendo un buen motivo de inspiración lírica.

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