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Después del genocidio

La estudiosa Annette Wiewiorka ofrece un sólido relato sobre la formación del imaginario y la memoria de la Shoah

Entre los meses de febrero y mayo de 1945 el escritor estadounidense Meyer Levin y el fotógrafo de origen alemán Éric Schwab recorrieron con un jeep, siguiendo al ejército norteamericano, un paisaje de campos de concentración y exterminio, desde Ohrdruf a Terenzin, pasando por Buchenwald, Dachau y Bergen-Belsen. Fueron los descubridores del «horror», responsables de los primeros relatos directos y las primeras imágenes fotográficas de los crímenes masivos que más tarde serían designados como Holocausto y Shoah. Tres años después nació Annette Wiewiorka, una de las mayores estudiosas de la deportación y destrucción de los judíos en la segunda guerra mundial.

La investigación histórica se entrecruza con la biografía personal de esta francesa de ascendencia polaca cuyos abuelos fueron asesinados en Auschwitz. Entre sus numerosos estudios, L'Ère du témoin (La era del testigo) es fundamental para entender las razones y consecuencias del auge del testimonio en la escritura contemporánea de la historia. Su último libro puede leerse como el apasionante relato de dos audaces artistas, que, convertidos en cronistas de guerra, se empeñaron en visibilizar una realidad escondida por sus responsables y soslayada por quienes debían combatirla.

Éric Schwab buscaba infatigablemente a su madre judía, deportada por los nazis, y en el camino fue fotografiando los escenarios del crimen, los cadáveres y los supervivientes, dejando retratos que hoy forman parte de la iconografía del sufrimiento y el mal universales. Meyer Levin, ya entonces conocido por sus best-sellers y guiones cinematográficos, fue movido por la voluntad de demostrar la especificidad del genocidio contra los judíos, distinto de los demás aspectos de la criminalidad nazi. Así lo dejó escrito al relatar su descubrimiento del «más despreciable interior del corazón maléfico» (In Search, 1950).

Pero el libro debe ser leído también como un ensayo crítico sobre la construcción apresurada de una memoria y un imaginario del Holocausto. Wiewiorka nos recuerda las consignas bajo las que los vencedores abrieron campos como el de Ohrdruf, hoy ya olvidado y sustituido por Auschwitz, metonimia universal del genocidio. Medidas tan oportunas como obligar a los civiles alemanes a ver el horror perpetrado por su propio Estado fueron paralelas a la transformación de la apertura de los campos en un espectáculo mediático. La reiteración de una retórica periodística, visual y literaria, sobre la atrocidad del crimen terminó por descuidar durante demasiado tiempo la singularidad de las víctimas y la complejidad del «universo concentracionario».

Especialmente iluminadoras resultan las páginas dedicadas a aquellos campos donde los criminales entretejieron la normalidad con la barbarie, las representaciones de una vida cultural, junto a barracones llenos de muertos: un mundo humanista dentro de un inframundo apocalíptico, simbolizado por el roble bajo el que Goethe solía meditar y que los nazis mantuvieron con orgullo en el corazón del campo de Buchenwald. Las fotografías de Schwab y la escritura de Levin dejaron constancia de esa tenebrosa maldad. La imagen de portada ilustra la mirada necesaria que el libro quiere devolver al lector: un hombre cabizbajo contempla los restos de trescientos prisioneros en una fábrica cerca de Leipzig, que fueron quemados vivos, apresuradamente, poco antes de la rendición. Al obligarnos a mirar con detalle a ese hombre sin rostro, postrado sobre un taburete volcado, y al que no podemos identificar ni como superviviente ni como militar, Wiewiorka nos advierte: «su abatimiento es el nuestro».

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