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Patria y muerte

Fernando Aramburu acomete la reconstrucción literaria de la violencia del País Vasco a través de la historia de dos familias

Una novela es una obra literaria que cuenta una historia imaginaria. La de un hidalgo manchego que abandona su casa en busca de aventuras; la de una esposa de provincias insatisfecha; la de un agente comercial que sigue las huellas de un traficante enloquecido; la de una estructura familiar minada por una ruinosa decadencia; la de un dublinés el día 16 de junio de 1904; la del oficinista que se despierta una mañana convertido en un monstruoso insecto; la de un hombre que indaga cuándo se jodió el Perú. El novelista se basa para construir su historia en lo que él mismo ha vivido, soñado, leído, imaginado, oído, visto, mirado, investigado, pensado... Si el novelista consigue su propósito supremo, el lector podrá emocionarse, sobresaltarse, reír o llorar; pero, a la vez, habrá recibido los medios para que se forme una muy cabal idea de lo que conllevaron la pérdida de ideales en la España de Felipe III, el comportamiento social de la burguesía francesa o española del XIX, la explotación colonial del Congo o el hundimiento del viejo Sur estadounidense. O para entender el libre flujo de la conciencia, el tormento existencial o la dictadura del general Manuel Odría. A través, pues, de lo ficticio la complicidad de quien leyere le acercará a una verdad que la Historia con mayúsculas se muestra incapaz de develarle, un dibujo general de una época, acaso. La verdad de las mentiras, que diría Vargas Llosa. Así, Patria es la historia de dos familias (una docena de personajes) que viven en un pueblo innombrado del País Vasco, unos trozos de vida de gentes vascas que, si se quiere y bien que se puede, permiten trazar un dibujo general de cómo fue la terrible vida cotidiana, marcada a fuego por la violencia terrorista, en los años que irían, en vuelta atrás, desde que ETA declara el alto el fuego en 2011 («permanente, general y verificable») hasta los del lendakari Ardanza, finales del XX.

Como lector, esperaba esta novela de Aramburu, en la seguridad de que acabaría por escribirla, desde que su Los peces de la amargura (Premio Vargas Llosa NH para relatos cortos) me mantuviera en vela lectora una noche, hace diez años. En efecto, Aramburu acaba de aportar con Patria no su grano sino una potente palada de arena a lo que él mismo llama «la derrota literaria de ETA», a ese empeño justísimo de impedir que un relato mitificador de presuntas hazañas bélicas en pro de Euskal Herria acabara por sepultar la verdad de tanta miseria como sembró el terrorismo. Es una novela llena de verdad literaria, abarcadora de una realidad difícil aunque nunca inexplicable o inefable. Atentos a su lectura, pues mete el dedo en la llaga, bien lleno de la mejor sal narrativa.

Absténganse amantes de gilipolleces autoayudistas y subproductos romanticoides bajos en calorías. Es la historia, por una parte, del matrimonio de Bittori y el Txato (asesinado por la banda), y de sus hijos Xabier (el médico) y la contradictoria Nerea. Por otra, de la ultranacionalista Miren y su Joxian (amigo que fuera del Txato), también con sus hijos, Joxe Mari (que entra en ETA), Arantxa, tan enferma y replicante, y Gorka, esuskaldún. Y del coro de vecinos, del siniestro Patxi, del repugnante cura Serapio, de la pareja Juani-Josetxo (padres de etarra suicida), de los torturadores (alrededor de la página 500) de las Fuerzas de Seguridad, de un atentado en directo (428), del hablar dulce de Celeste (141) y, si me apuran, de la figura, literalmente, de Ignacio de Loyola en la iglesia. La historia de quienes quisieron construir una patria mortífera a base del tiro en la nuca y la bomba lapa, y de sus víctimas; la historia que se saldaba con el «trágico suceso que a todos nos conmociona#, repetido siempre igual y tantas veces; la historia que bien pudo titularse La procesión de los asesinos o El país de los callados (cito frases de la novela), del silencio cómplice o aterrorizado: «El caso es difamar y meter miedo. Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé dónde vivía, yo sólo le dije unas palabras que igual ofenden, pero, oye, son sólo palabras, ruidos momentáneos en el aire» (pág. 82). O solo la historia, si se quiere también, de dos mujeres (Bittori y Miren) que fueron uña y carne y a las que destrozó el horror diario.

Aunque no faltan pinceladas de humor («Hala, vete a la cama a soñar con camiones», se quita de encima Bittori al Txato, empresario transportista) y de vomitivo humor nigérrimo (el miembro de un comando consuela así a un compañero que se lamenta ante un hipotético próximo fin del terrorismo que los dejaría fuera de acciones: «Hombre, no seas pesimista. Yo creo que esto durará unos años»), no es ese el tono. El tono es el del padre Serapio a Miren: «Quítate las dudas y los remordimientos de la cabeza. Esta lucha nuestra, la mía en mi parroquia, la tuya en tu casa, sirviendo a tu familia, y la de Joxe Mari dondequiera que esté, es la lucha justa de un pueblo en su legítima aspiración a decidir su destino (), es un sacrificio colectivo». El muy desengañado de Josetxo a Joxian: «Cogieron a mi hijo y montaron con él un numerito patriótico (). Les calientan la cabeza, les dan un arma y, hala, a matar (). Les meten ideas y, como son jóvenes, caen en la trampa. Luego se creen unos héroes porque llevan pistola. Y no se dan cuenta de que, a cambio de nada, porque al final no hay más premio que la cárcel o la tumba, han dejado el trabajo, la familia, los amigos. Lo han dejado todo para hacer lo que les mandan cuatro aprovechados. Y para romperles la vida a otras personas, dejando viudas y huérfanos por todas las esquinas» (339-340). El tono del Txato: «Soy más vasco que todos ellos juntos. Y lo saben. Hasta los cinco años yo no hablaba ni jota de castellano. A mi padre, que en paz descanse, una ráfaga de ametralladora le destrozó la pierna mientras defendía a Euskadi en el frente de Elgueta (). Y lo tuvieron tres años en la cárcel, que si no lo fusilaron fue de milagro» (416). El tono del etarra preso que ve desmoronarse su mundo de muerte y nada: «Un hombre puede ser un barco con el casco de acero. Luego pasan los años y se forman grietas. Por ellas entra el agua de la nostalgia, contaminada de soledad, y el agua de la conciencia de haberse equivocado y la de no poder poner remedio al error, y esa agua que corroe tanto, la del arrepentimiento que se siente y no se dice por miedo, por vergüenza, por no quedar mal con los compañeros. Y así el hombre, ya barco agrietado, se irá a pique en cualquier momento» (455).

Patria es un novelón valiente, redondo y dueño de tanta verdad literaria que hará muy difícil que ETA venza en la batalla de la literatura, del relato sobre lo que fue su historia. Y los libros de Historia no contarán de modo tan descarnado que la construcción de una patria trae muerte y sobre ella no vence nadie. Eso solo puede hacerlo la literatura.

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