Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Si Garcilaso volviera...

¿Qué fortuna le ha deparado la posteridad al escritor Garcilaso de la Vega? ¿Cuál ha acabado siendo su presencia en nuestras letras?

Si uno frecuenta los mentideros de Facebook o acude a esa versión analógica de las redes sociales que es la prensa escrita lo habrá comprobado: no hay día en que no se celebren los cincuenta, cien, veinticinco o diecisiete años de una efeméride literaria. Las efemérides literarias consisten en el nacimiento del autor, la muerte del autor, la publicación de las obras mayores y menores del autor y un sinfín de nimiedades que les ahorro en consideración a su paciencia y a la restricción de caracteres. Pues bien, enfrascado en la noble actividad de preparar clases, el otro día me topé con una efeméride inadvertida: el 14 de octubre se cumplieron cuatrocientos ochenta años de la muerte de Garcilaso, que agonizó en la playa de Niza, acompañado por Francisco de Borja (todavía no san), después de haber experimentado el dolorido sentir de una aviesa pedrada durante el asedio a la fortaleza de Le Muy. Cuenta la leyenda que, conmovido por la inminencia de tan sensible pérdida, el emperador de las Españas mandó ahorcar a toda la guarnición francesa que resistía en el castillo. Soy consciente de que la prudencia y la fascinación de los números redondos exigirían retrasar la escritura de este artículo unos veinte años, pero vayan ustedes a saber de qué ánimo puede andar uno de aquí a cuatro lustros.

El caso es que me dio por pensar en la fortuna lírica de Garcilaso y en el lugar que ocupa su poesía en el maldito canon. Con la salvedad de Cervantes, a pocos autores se les ha hecho decir tantas cosas (y tan contradictorias) como a Garcilaso de la Vega. Si allá en la Edad de Plata Rafael Alberti se puso bajo la advocación del que «buen caballero era», en la edad de hojalata de la posguerra Garcilaso se transformó en revista bajo el auspicio de José García Nieto. La primavera del endecasílabo que floreció entonces provocó tantos entusiasmos estacionales como alergias al polen. De esto último dio sobrada muestra Gabriel Celaya en su casi soneto A Garcilaso de la Vega, que esgrimía la «baja lira prosaísta» como arma arrojadiza y planeaba rescatar al poeta secuestrado por sus exégetas. Y algo similar cabría decir de José Agustín Goytisolo, que en Los celestiales descargó una andanada verbal contra los cofrades que arrastraron el cadáver de Garcilaso por fuertes y fronteras: «fue Garcilaso desenterrado, llevado en andas, paseado / como reliquia, por las aldeas y revistas, / y entronizado en la capital». La instrumentalización ideológica de quien se pasó media vida tomando la espada y la otra media tomando la pluma no ayudó a que a los poetas se acercaran sin aprensión al caballero. Tuvieron que pasar unos cuantos años y una Transición democrática para que García Montero se atreviera a reivindicar el legado del primer poeta «que hizo de su intimidad una aventura definitiva», como se leía en el prólogo de La otra sentimentalidad. Por la vía del pastiche (Égloga de los dos rascacielos) o por la senda del homenaje (Garcilaso 1991), el granadino vio en el de Toledo un modelo de expresión confesional que prescindía de la bisutería cortesana y de los esoterismos neoplatónicos. Cierto es que, si García Montero desempolvaba al Garcilaso de los sonetos, el Garcilaso de las églogas también se había asomado a la jungla urbana gracias a Aníbal Núñez, que, en un poema memorable, convirtió a Salicio en inquilino del tercero izquierda. A ese pastor expatriado en el asfalto canta Juan Antonio González Iglesias en La minoría virgiliana, un dulce lamentar ecologista por la deforestación de selvas y de silvas: «Ahora / Salicio vive en el tercero izquierda / y desde su ventana / ve cómo se destruye / una selva absoluta en un lugar sagrado». Esta implacable profanación justifica que, en su último libro, Javier Rodríguez Marcos incluya un Locus amoenus donde coexisten detritos industriales y sedimentaciones naturales bajo una única divisa: También eso es paisaje. Huelga decir que el poema de Rodríguez Marcos va dedicado «a Garcilaso de la Vega, ese hombre que vive en el tercero izquierda». Después de todo, quizá ese sea el papel de Garcilaso en nuestras letras: el del vecino al que uno le pide la sal, le deja las llaves o le confía el voto en las reuniones de la comunidad. Creo que antes se llamaban poetas de cabecera.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats