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La aparente ausencia de reglas

Falcó, el nuevo libro de Arturo Pérez-Reverte, es una historia trepidante, moral y caníbal

El escritor Arturo Pérez Reverte. efe

Una lealtad de raíz para la tierra.

Juan Banuelos (1932). «Imágenes para la sorpresa».

«La mujer que iba a morir hablaba desde hacía diez minutos en el vagón de primera clase». Comienza Falcó, la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, como los libros pulp que encontrabas en el trastero de tu padre y que sudaban dentro de sus cajas. Sudaban los cabrones por llamar la atención. Este libro, con su ritmo de noir hammetiano y embarrado en el medio del inicio de nuestra Guerra Civil, no solo suda. Hay una moral de fondo, que late con fuerza y se muestra poco a poco: la lealtad a las personas que se lo merecen: es decir, la aparente ausencia de reglas que advierte un algo inmaculado, bueno y difícil de conseguir por encima de toda esta, esa, nuestra basura.

«Patria y negocios van siempre de la mano» pone Reverte en boca de un personaje: estos humanos son los que deben (y, en ocasiones, van a) morir: estos son los que nos empujan a seguir leyendo porque en la cabeza del escritor cartaginés y en nuestra cabeza de yonquis de la ficción existe un mundo más justo. Quizá en medio de la violencia inabarcable de un mundo más grande, quizá a través de nuestras decepciones rutinarias, existe un mundo mínimo atrapado entre los dos anteriores, un mundo más justo.

A su protagonista, el agente/espía nacional de apellido Falcó, al superviviente de apellido Falcó solo le importa ese mundo: justo el suyo justo, justo donde no existen dos Españas. Dentro de poco, aún estamos al inicio de la guerra, ya sabe quién va a ganar en el resto de mundos: «ganarían los otros (...). Los fachistas, como decía la miliciana. Carecían de escrúpulos democráticos, eran los más criminalmente disciplinados y los más fuertes. Iban a ganar, sin duda, por mucho que tardara aquello (...). Cuando todo acabara iban a faltar tumbas».

Todo en los tiempos contradictorios que abruman Falcó es tumba y, por tanto, la muerte constituye una temática central en la novela: cómo conseguir a alguien su propio fallecimiento. «Ustedes, los norteamericanos, respetan a Hitchcock porque rueda escenas de amor como si fuesen un asesinato y nosotros, los franceses, respetamos a Hitchcock porque rueda asesinatos como si fuesen escenas de amor», dijo Truffaut sobre el maestro inglés. Hay una extraña belleza, especialmente después de leer su anterior Hombres buenos, en la dedicación obsesiva de Pérez-Reverte a ambos campos (muerte y amor) y sus relaciones.

En tiempos de guerra, todo amor parece un asesinato y todo asesinato parece amor. Esto entiende perfectamente el autor y esta mezcolanza consigue que el libro supure violencia para que lo enganchemos cuanto antes en cualquier estantería. Ahí también está la tortura, que enlaza con el amor y el sexo y no me hagan citar al marqués de Sade, carajo. En Falcó hay torturas bidireccionales, de culpables a inocentes y viceversa, y hay una misión que también resuena a Hitchcock porque solo nos acaba importando lo que hasta ahora jamás nos había importado. Tenemos que rescatar a José Antonio del penal de Alicante (macrohistoria) y Falcó debe ayudar a una célula falangista para que lo consiga (microhistoria). ¿Qué más da lo que antes de abrir el libro nos importaba? ¿Qué más da la macrohistoria, a la que nunca le hemos importado?

Arturo Pérez-Reverte consigue con su nuevo artefacto que necesitemos cuanto antes aún más allás de su nuevo artefacto: nos jode la cabeza como el Quijote «se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda».

Falcó, ese buen hijo de puta leal con las personas y desleal con las causas, pide de un serial que nos cuente por dónde se mueven sus siguientes aventuras y qué va a ocurrir con Leandro, el Almirante o ese miserable, alto cargo falangista de apellido Queralt, que merece la muerte tan solo por su sonrisa.

Arturo: queremos verle morir.

En su anterior Hombres buenos, Pérez-Reverte nos mostraba a dos personajes, a dos miembros de la Real Academia de la Lengua, que miraban lejos de si mismos y decidían viajar a Francia a finales del XVIII entre peligros para traer a España los 28 volúmenes de la Encyclopédie de D'Alembert y Diderot. Lo hacían, cómo no, para que el pueblo español fuese mejor y acabase con la terrible influencia eclesiástica de cazuela de patatas con carne rancia. Falcó es la consecuencia de una España en la que esos 28 volúmenes iban a ser quemados pasase lo que pasase.

Pienso que piensa el protagonista: que ardan.

El trabajo de Reverte en Falcó, una novela trepidante, moral, caníbal, nos recuerda que habita en el podio de grandes narradores en castellano.

Nos recuerda, en suma, que habita entre los mejores fabricantes de libros que sudan.

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