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Pasado y presente

Las mujeres de hoy ya no tienen muslos», se lamentaba el taxista romano que conducía a Leonardo Sciascia por las calles de Roma. No advertía que ante sus ojos desfilaba «toda una comitiva de mujeres en pantaloncitos y minifaldas». A la literatura actual le falta ambición, acaba de afirmar Roberto Calasso al recibir el premio Formentor: «Cuando miro la literatura hasta los años setenta veo que era algo ligado a una ambición enorme, ahora eso no es ya lo usual, evidentemente». ¿Existe una relación entre la pérdida de los muslos de las mujeres y la falta de ambición que, según Calasso, muestra la literatura actual? Es probable, porque en ambos casos hablamos de desapariciones.

Cada época crea su espíritu, pero rara vez alcanzamos a percibir su esencia al vivir inmersos en él. «Sin duda hay cosas buenas -dice Calasso-, pero pocas son realmente grandes». Nos hubiera gustado saber cuáles son esas pocas obras realmente grandes. Sus títulos podrían habernos ayudado a entender mejor las ideas de Calasso. ¿Cuáles eran esas obras en el tiempo en que Joyce escribía el Ulises? Y, ¿en los años setenta? El hombre que mira hacia el pasado no es el mismo que interroga al presente. Con el presente, tendemos hacia la severidad; con el pasado, hacia la benevolencia. Así lo exige nuestro cerebro, ese tirano implacable.

Leo en una carta de Paul Auster a Coetzee: «Vivimos en una época de interminables seminarios de creación literaria, cursos universitarios de escritura (imagínate, licenciarse en escritura), hay más poetas por centímetro cuadrado que nunca, más revistas de poesía, más libros de poemas (el noventa y nueve por ciento de ellos publicados por editoriales pequeñas, microscópicas), competiciones poéticas, poetas de performance, poesía vaquera; y, sin embargo, pese a toda esa actividad, poco se ha escrito de importancia. Las apasionadas ideas que alimentaron las innovaciones de los primeros modernistas parecen haberse extinguido. Ya nadie cree que la poesía (o el arte) sea capaz de cambiar el mundo. Nadie tiene que cumplir una misión sagrada». Paul Valery, en 1945, se lamentaba en unos términos parecidos porque la posteridad había muerto; tampoco Gracián creía que en su siglo se hubieran escrito grandes obras.

PUNTO DE VISTA

Me pregunto si quienes visitan la exposición de Ai Weiwei, que se muestra estos días en el Palacio Strozzi de Florencia, se sentirán interpelados por las lanchas que el artista ha colgado en la fachada del edificio. Weiwei pretende que con su obra reflexionemos sobre el drama tan actual de los refugiados. Tras las explicaciones que ha dado el propio artista, la intención está clara; otra cosa es que el mensaje logre su objetivo. En todo caso, más difícil resulta averiguar qué clase de placer estético debería producirnos la contemplación de unas lanchas. Aunque tal vez esta sea una pregunta errónea y no debamos buscar ningún placer. Ante los artistas de hoy, los viejos aficionados al arte solemos cometer estos errores al aferrarnos a nuestros viejos presupuestos.

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