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¿Tú también odias la poesía?

¿A qué se debe la aversión de los lectores a la lírica? ¿Es culpa de los poetas? ¿Tiene remedio?

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Desde hace tres o cuatro años, a las listas de los más vendidos del género menos vendido se han encaramado apellidos exóticos, nombres de guerra y seudónimos pintorescos. Algunos han puesto el grito en el cielo clamando que «eso no es poesía». Otros han sondeado el potencial de esas voces por si se les pudiera sacar algo de provecho en el mundillo poético en particular y en el mercado editorial en general. A mi parecer, unos y otros yerran el tiro. Los más vendidos no quieren perfeccionar sus cualidades estéticas ni aspiran a jugar en el campo literario, sino que se conforman con hacer lo que saben: confeccionar eslóganes carpeteros para uso sentimental, propalar mensajes de autoayuda troquelados sobre el molde de Mr. Wonderful y manejar con soltura un código adolescente tan escurridizo como una pescadilla. Algunos incluso cantan. Como no soy partidario de negarle el título de poeta a nadie, digamos que estos aedos no están inspirados precisamente por la musa Erato, pero han logrado algo que los vates órficos del presente no han rozado ni siquiera en sus mejores sueños: devolverles a los jóvenes la ilusión por la poesía. Ya sé que los letraheridos de hoy no pasarán mañana de Marwan a Georg Trakl, ni de Irene X a la Szymborska, aunque todo se andará si ha de andarse. Sin reclamar el don que no quiso darles el cielo, estos todofirmantes siembran vientos fanáticos y recogen tempestades airadas.

Entretanto, ¿en qué están pensando los poetas «de verdad», esos que suspiran por un auditorio de más de seis personas y cuyas ventas se miden no por millares, sino por unidades? El entusiasmo que suscitan los nombres anteriores es proporcional a la desidia que envuelve a la poesía más o menos convencional, recogida en libros de diseño cuidado, pero sobrio, y divulgada en recitales tirando a lánguidos. Los profesores le echarán la culpa a la ESO, que dedica a la poesía una atención solo comparable a la que reciben las amebas y el cloruro de potasio. Para más inri, en los manuales académicos la enumeración de los autores suple al comentario de los textos, lo que equivale a retransmitir la alineación en vez de los goles. Pero no nos engañemos: buena parte del gremio se ha ganado a pulso el éxodo de los lectores a costa de proclamar, en prosa y en verso, que la poesía es cualquier cosa menos literatura (un argumento que a las autoridades les vendría que ni pintado para exterminarla del todo; por suerte, las autoridades tampoco leen poesía). Hasta un excelente poeta como Ben Lerner, que acaba de publicar un ensayo titulado Hatred of poetry (El odio a la poesía), parece sucumbir al tópico cuando en una reciente entrevista afirma que el desinterés de los receptores hacia la lírica se debe a que estos «la perciben como una suerte de amenaza, de ahí que la reacción sea tan intensa y esté tan teñida de ansiedad. En el sentido que sea, siempre tiende a despertar emociones extremas» (Babelia, El País, 6-9-2016). Me temo que, si uno quiere amenazas intensas y sensaciones extremas, lo mejor es meterse a inversor bursátil, apuntarse a un curso de autodefensa o aficionarse a los dramones oscarizables.

Quizá el problema de la poesía actual sea que ha dejado de hablar de nuestro mundo, que desde la época del Sturm und Drang no es el de la exaltación anímica ni el de las pasiones arrebatadas. No se trata de trufar las composiciones de perfiles de Facebook, emoticonos de WhatsApp y manzanas de Apple, pues eso conduciría a un neogongorismo digital más bien indigesto. Sin embargo, aunque haya excepciones, sigue resultando difícil encontrar libros de poemas que hablen de lo que suelen hablar las novelas: de la historia reciente, de la España actual, de los refugiados o del poliamor, pongamos por caso. Los temas eternos no garantizan la eternidad, y solo la fidelidad de los lectores permite levantar un monumento más perenne que el bronce. Pero que no cunda el pánico entre los cultivadores de versos. Como nos recuerda Alberto Santamaría, la aversión a la poesía no es incompatible con la devoción por el poeta: «Odias la poesía, dices, pero me amas».

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