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De la imagen a la idea

Jordi Balló y Alain Bergala coordinan en Motivos visuales en el cine a más de sesenta autores con perspectivas inéditas

Vivir (Akira Kurosawa, 1952) y Como un espejo (Ingmar Bergman, 1961)

Más de sesenta motivos visuales agrupados en diferentes campos temáticos componen este apasionante libro, que plantea una interpretación transversal de la historia del cine. Cada uno de estos motivos ha sido analizado por diferentes autores de España y Francia, cuyas aproximaciones nacen de distintas disciplinas: la mayoría vinculadas a la crítica de cine o historia del cine aunque también con aportaciones procedentes de la filosofía, la estética o la geografía. Los coordinadores del libro son Jordi Balló y Alain Bergala. Balló, profesor en la Universitat Pompeu Fabra, ya había publicado un ensayo similar al que ahora comentamos (Imágenes del silencio. Los motivos visuales en el cine. Anagrama, 2000) y fue comisario de la exposición Todas las cartas. Correspondencias fílmicas (2011), que pudo verse en Alicante en Las Cigarreras hace unos años. Por su parte, Bergala fue uno de los redactores más importantes de Cahiers du cinema, comisario de la exposición Erice-Kiarostami. Correspondencias (2006) y autor de diversos ensayos sobre estética y pedagogía del cine.

Los editores de este libro han optado por un enfoque «fenomenológico», permitiendo a los colaboradores del proyecto que partieran de imágenes sin fijarles ningún tipo de apriorismo conceptual en relación a la definición de motivo visual. Con ello pretenden sentar las bases para en el futuro poder hacer del motivo una nueva teoría del cine que no esté determinada por la construcción de un sistema previo al cual tengan que adaptarse las imágenes seleccionadas. Así la idea ha de surgir de la imagen, el concepto del objeto. «Dime cómo filmas un árbol, o una montaña, y te diré qué cineasta eres?» A pesar de ser un lenguaje visual, el análisis del cine suele hacerse desde parámetros narrativos (géneros) o ideológicos que privilegian la escucha de lo que se dice sobre la visión de lo que se muestra. Los objetos y los paisajes son valores secundarios frente a la hegemonía hermenéutica centrada en personajes, diálogos o mensajes de las películas.

Así esta perspectiva visual incluye doce temáticas: deambulación, hogar, conceptos, acción, intimidad, plano general, comunicación, presencia indirecta, los espacios, fluido, cuerpos y encuadre. Cada capítulo de las secciones temáticas se cierra con una serie de imágenes que ilustran el análisis y la descripción del texto. El libro ofrece múltiples lecturas transversales y autobiográficas, convocando recuerdos a partir de la representación de motivos visuales o simplemente abandonándonos azarosamente por los rincones de nuestro inconsciente cinematográfico. Sea como sea, la lectura de este libro ofrece perspectivas inéditas, o escasamente exploradas, de mirar el cine más allá de las tradiciones, escuelas cinematográficas o la política de autores. Mirar el cine desde el espejo de la vida donde las vivencias de objetos, cuerpos y paisajes se proyectan azarosamente en la pantalla del recuerdo.

El espectador se sumerge así en un mar de imágenes sugerentes que acaban formando archipiélagos a partir de conexiones inesperadas. El diálogo con el paisaje: en la transformación de la silueta del rostro de Liv Ullmann en una montaña en Persona (Bergaman, 1966) o la mimetización del rostro de Ingrid Bergman en el pasaje volcánico de Stromboli (Rossellini, 1950); o la escritura del paisaje en los caminos filmados en el cine de Kiarostami, cuyos surcos dibujan letras del alfabeto persa. El cine filma la vida de las cosas que pasan desapercibidas a nuestros ojos; transmuta objetos meramente instrumentales en cosas portadoras de sentidos y símbolos. Así un columpio se erige en símbolo del recuerdo y del deseo en Una partida de campo (Jean Renoir, 1936) pero también en imagen de la muerte en Vivir (Kurosawa, 1952). Una escalera que puede conducirnos al inicio de una revolución en El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), al recuerdo de una vida en Carta de una desconocida (Ophuls, 1948), al paraíso soñado en Un americano en París (Minelli, 1951) o al amor en el cine de Hitchcock (Encadenados, Vértigo). Un castillo percibido como refugio de lo siniestro en el cine de terror (Murnau) o imaginado como una ciudad ingrávida -que prolonga la fantasía pictórica de Magritte- en las películas de Miyazaki (El castillo en el cielo y El castillo ambulante).

Otra serie de motivos visuales surgen a partir de planos detalles de la persona. Es el caso del ojo y sus múltiples representaciones: símbolo radical del inconsciente y de una nueva visión para la vida y el cine en Un perro andaluz (Buñuel, 1929), y que reaparece sugerido en los títulos de crédito de Vértigo; fusión del ojo con el visor en El hombre de la cámara (Vertov, 1929); ojos que delatan a replicantes y que reflejan asombrosos mundos más allá de Orión en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), como el viaje psicodélico reflejado en el ojo del astronauta de 2001, una odisea del espacio (Kubrick, 1968) y el enigmático ojo vigilante de Hall 9000. La mano y el tacto también han llegado a ser un emblema visual del cine: el tacto como recuerdo de un amor invidente en la inolvidable secuencia que cierra Luces de la ciudad (1931), donde la mano de Chaplin acaricia la mano de la vendedora de flores; el tacto metafísico que recorre el cine de Bergman (Como en un espejo, El silencio) con esas temblorosas manos de sus protagonistas hundidas en la soledad y en la incomunicación; y, especialmente, toda la filmografía de Bresson que hace de la mano un motivo esencial de su cine (como muestra el breve ensayo visual Hands of Bresson).

Hay una figura retórica que describe la capacidad transformadora del cine y que subyace al ensamblaje visual de este libro. El cine traza sinécdoques de la vida y del mundo. La parte acaba reemplazando el todo; el encuadre recorta un fragmento del mundo y lo convierte, momentáneamente, en centro de nuestra atención y deseo.

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