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Le Carré y sus historias

El escritor muestra en sus memorias episódicas su talento como narrador y su habilidad para entretener sin desvelar todos sus misterios

Le Carré y sus historias

Quien avisa es traidor. John le Carré, 84 años muy vividos le contemplan, advierte que «un buen escritor no es experto en nada salvo en sí mismo. Y sobre ese tema, si es listo, cierra la boca». Así que no puede extrañar que sus memorias oculten o eviten información que muchos de sus admiradores esperaban con ganas. Es honesto por su parte reconocerlo si tenemos en cuenta que la autobiografía no deja de ser una vía alternativa a la ficción con frecuencia. Otra advertencia: «A partir del mundo secreto que en otro tiempo conocí, he intentado crear un teatro para los mundos más extensos que habitamos. Primero viene la imaginación; después, la búsqueda de la realidad. Después, la imaginación otra vez, y el escritorio ante el cual estoy sentado».

El autor de El espía que surgió del frío, alérgico a las entrevistas y enemigo declarado de los premios, se anima en Volar en círculos (The pigeon tunnel, El túnel de las palomas, en el original) a hablar de sí mismo pero dejando claro que hay materias reservadas sobre sus experiencias como agente del MI5 y MI16 que no conviene exponer. No olvidemos algo: «Espiar y escribir novelas están hechos el uno para el otro. Ambas cosas exigen una mirada atenta a la transgresión humana y a los numerosos caminos de la traición. Los que hemos estado dentro de la logia secreta no la abandonamos nunca del todo. Aunque no compartiéramos sus hábitos antes de ingresar, los compartiremos por siempre jamás».

El título original tiene su explicación: siendo joven fue al casino de Montecarlo con su padre (compulsivo jugador, entre otras cosas, amén de mentiroso implacable) y allí vio un túnel que las palomas cruzaban desde el palomar para salir a cielo abierto. Sin saber que eran así el blanco perfecto para los tiradores. Las palomas que no eran abatidas regresaban instintivamente a su lugar de partida sin saber que les esperaba de nuevo el túnel de su destino. La vida como un túnel cuya salida nos lleva de nuevo al origen. El ser humano como paloma que busca escapar a ciegas. No se puede resumir mejor el casi siempre rocoso fatalismo que preside la obra de un hombre que, cuentan, encargó a un detective que investigara su propia vida para tener claro qué parte de sus recuerdos son ciertos y cuáles no.

Fue en 1961 cuando las puertas del cielo literario se le abrieron de par en par gracias a su primera novela, Llamada para un muerto. Nacido como David Cornwell (Poole, 1931), el futuro John le Carré (quien espere saber el origen del seudónimo se llevará un chasco) relata de forma escueta y enérgica (coleccionistas de anécdotas: regocijaos) cómo fue su trabajo de oficial de inteligencia en el Servicio Nacional en Austria tras la Segunda Guerra Mundial, su reclutamiento por los servicios secretos británicos y las razones por las que un día se sentó a escribir ficción. Aunque haya información de primera mano que no pueda salir a la luz (juramentos obligan), lo que narra Le Carré con su habitual soltura y capacidad de enganche tiene siempre interés, desde su relación con otro autor curtido en obras de espionaje como Graham Greene hasta su semblanza del legendario topo soviético Kim Philby pasando por su trato personal con políticos, terroristas escritores y cazaespías de todo tipo y condición. Memorables son sus recuerdos de gente del cine con la que trabajó (a veces para bien, otras la cosa acabó de mala manera). El pasaje dedicado a Richard Burton es una joya y los cinéfilos encontrarán un placer especial conociendo la trastienda de proyectos que salieron a la luz (casi siempre con resultados discutibles) o que se quedaron en el limbo.

Viajero incansable, Le Carré tiene una memoria impresa en pasaportes: Suiza (donde dio sus primeros pasos en la inteligencia británica dando informes sin saber «muy bien qué» ni «a quién»), Ruanda (visita horrenda a las matanzas), Beirut (el loro del hotel que imitaba con maestría el tableteo de las ametralladoras sazonado con la Quinta de Beethoven), Panamá, Moscú, Camboya... Convertido en la máxima autoridad del espionaje en literatura, a Le Carré le invade la realidad (volvemos a la delgada línea que la de la ficción) y su correo se llena con frecuencia de cartas escritas por aprendices de espía. Y no pocas veces han intentado personajes relevantes de la política internacional arrancarle secretos de Estado dando por hecho que está en el ajo.

Llegan estas memorias episódicas poco después de la publicación de una biografía que aborda episodios sobre los que el escritor corre un tupido velo, como sus supuestas actividades como topo universitario en grupos de extrema izquierda, o sus peripecias más sabrosas en el MI6. ¿Vida amorosa? Por favor, somos británicos: «He tenido dos esposas inmensamente leales y entregadas y a ambas les debo un agradecimiento inconmensurable y no pocas disculpas. No he sido ni un padre ni un marido modélico, y tampoco me interesaba aparentarlo. El amor me llegó tarde, después de muchos pasos en falso».

No es un autor dado al sentimentalismo, como bien saben sus seguidores, y se pueden sospechar las razones cuando recuerda a un «embaucador, farsante ocasional, ocasional visitante de la cárcel y, además, mi padre. Un estafador de la peor calaña». Tampoco su madre, que lo abandonó cuando tenía cinco años, ayudó a que el joven David supiera lo que es el calor de un hogar. Sobre ambos pasa de puntillas. Duele, quizá. Su imaginación le ayudó a crearse una falsa felicidad. Muchos de sus personajes (que representan valores de honestidad en un entorno deshonesto) saben lo que es vivir a ras de sueño. Dejemos que lo explique: «El espionaje no me hizo descubrir el ocultamiento. Las evasivas y el engaño fueron las armas necesarias de mi infancia. Durante la adolescencia, todos somos un poco espías, pero yo ya era veterano. Cuando el mundo secreto vino en mi busca, me sentí como en mi propia casa».

Jugosas son las partes dedicadas al oficio como escritor. Por ejemplo, le encanta «escribir sobre la marcha en libretas» mientras camina o viaja en tren o se detiene en un café. Luego vuelve a casa y selecciona «lo mejor del botín». Por cierto: siempre a mano. Pero la sorpresa llega a la hora de hablar de su aprendizaje: «La instrucción más rigurosa que he recibido como escritor no se la debo a un maestro, ni a un profesor de universidad, ni menos aún a una escuela de escritores. Me la proporcionaron los jefes de mayor nivel del cuartel general del MI5 en Curzon Street, educados con los clásicos, que se abalanzaban sobre mis informes con jubilosa pedantería y monumental desprecio por mis frases inacabadas y mis adverbios inútiles, y garabateaban en los márgenes de mi prosa inmortal comentarios tales como 'redundante', 'elimínelo', 'justifíquelo', 'poco elegante' o '¿de verdad es esto lo que ha querido decir?'. Ninguno de los revisores que he tenido desde entonces ha sido tan exigente ni ha acertado tanto». El espionaje como escuela literaria. Como ejemplo de lo buen alumno que fue Le Carré basta con leer el último capítulo: El último secreto oficial.

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