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Hervido, boles de fruta y otras sobremesas

Olivia Martínez Giménez de León ofrece, en El animal y la urbe, una ópera prima deslumbrante, plagada de sugerencias, imágenes y recuerdos, y afianza una voz que se ha ido construyendo a lo largo de los años

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Quien se acerque por primera vez a los versos de Olivia Martínez Giménez de León (Alicante, 1980) a través de los poemas de El animal y la urbe se llevará una grata sorpresa, porque este libro, aunque lo es, no parece una opera prima. Tiene una fácil explicación: la autora, que es profesora de Lengua Castellana y Literatura y bailarina, ha ido trabajando en sus composiciones durante mucho tiempo, pero solo en fechas relativamente recientes ha comenzado a darlas a conocer a los demás. Lo que llega a los lectores no son los balbuceos de una nueva voz, sino una voz perfectamente configurada.

El animal y la urbe reúne un total de veintisiete composiciones, todas ellas con título y de extensión variable, agrupadas en dos series, La urbe y El animal. Hay, por parte de la poeta, un intento de separar dos dimensiones vitales del ser humano: lo que tenemos de civilizados, por un lado, y lo que conservamos de nuestro pasado animal, por otro. Ahora bien, si hay algo que se explicita en la lectura de El animal y la urbe es que, en realidad, ambas facetas suponen las dos caras de una misma moneda y, por tanto, la una no puede existir sin la otra.

La primera parte, La urbe, que va presidida por versos de Alejandra Pizarnik, Ángel González y Anne Carson, consta de dieciséis composiciones, algunas de las cuales abordan un tema como el de la identidad, presente en Pavana y Espejo, las dos primeras piezas del volumen, pero también en Tarkovsky. A esta última composición pertenecen los siguientes versos: «A él también le confesé que adoraba los descampados. / A diferencia de otros, él pudo comprenderlo. // Me crié cerca de varias parcelas salvajes».

En esta primera serie encontramos también algunos de los mejores poemas del libro, aquellos que encuentran lo que hay de poético, de hallazgo, de milagro... en las situaciones más cotidianas de la vida. Es el caso de Hervido («Hoy cenaremos hervido / como en las casas de antes. / Hará frío en la calle / y la patata hervida / nos contará secretos / del fondo de la tierra»), Boles de fruta y Caleidoscopio («No logro entender / cómo esta casa / ha soportado nueve años / sin caleidoscopio / pero ya está solucionado»). Destacan también Respiraciones, un poema en tres tiempos en el que se recrea la vida familiar, y el texto en prosa que cierra la primera parte de El animal y la urbe, Decálogo para un aniversario, cuyo último punto (el octavo, no el décimo) resulta así de contundente: «Mamá es el lugar donde volver».

La segunda parte del libro, El animal, reúne once composiciones que van precedidas por citas de Carmen Juan, Góngora y Leopoldo María Panero. De hecho, el primer poema de la serie, Civilización y barbarie, que reformula el título del libro, parece dialogar precisamente con el poema citado de Carmen Juan. En estos versos de Olivia también aparece, como en los de Carmen, la ciudad de Alicante: «Esta no es una ciudad para que llueva. / En Alicante no sabemos llover. / Se nos atasca todo: / las calles se nos llenan de coches detenidos, / los trasteros se llenan de agua / y se llenan de humedad / los recuerdos de la infancia».

Muchas de las composiciones de esta segunda parte tienen varios tiempos. El verano, especialmente el mes de agosto, y la familia, representada en la madre y la hermana, se convierten en motivos recurrentes de poemas como Agosto es un asunto efímero, Otra sobremesa («Mamá sabe que sus hijas / están bien enseñadas / pero que ante todo / sus dos hijas son dos salvajes / y que tienen cien puertas por delante») o Mi cómplice es.

El idioma de las piedras, último poema de la serie, remite a un motivo que había aparecido al principio del libro. Si las primeras composiciones planteaban el tema de la identidad, en este momento la autora niega cualquier posibilidad de identidad y su yo se difumina entre versos y palabras: «Para qué quiero un rostro / si me estoy deshaciendo, / una identidad para qué / si continuamente / me desnombro. // Hay algo terrible en mí / y que sin embargo me alimenta».

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