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amor en conserva

Los dominios de faulkner

William Faulkner (Misisipi 1897-1962), premio Nobel de Literatura en 1949, es, como sabe casi todo el mundo, un escritor inmenso, tremendo, padre de la actual novelística -y me quedo corto- y tan críptico en su prosa, para el común de los lectores, como un mensaje de la Esfinge en chino mandarín. Si exceptuamos a los habitantes de ese pueblecito de la Sierra de Albacete, donde amanecía por donde le venía al sol en gana, y eran «tan de Faulkner» que podían escribir, al dictado de su afición, una obra de este autor, el resto de los mortales suele necesitar una voluntad de hierro, una inmensa paciencia y un manual muy preciso de instrucciones para adentrarse en sus dominios literarios. Solo armados con estas herramientas, las dificultades que entraña su estilo, los arcanos argumentales que contiene, pueden convertirse, como expresó José Luís Cuerda, incluso en adictivos. Sobre todo si pensamos que, tras su torrencial sintaxis y su desacuerdo con la lógica que impone la conexión de sujeto y predicado, o del normal discurrir del tiempo, Faulkner encerraba una gama de historias terribles, de pasiones desmadradas, de obsesiones sexuales que, según contaban los expertos, podían ser motivo del escándalo que busca el audaz lector y del temor que siente la censura.

Sorprende, por lo tanto, la confianza que Hollywood depositó en este hombre para escribir esa cosas que se llaman «guiones» y que suelen tener como destino llegar a la comprensión del mayor número de espectadores del planeta, casi a las tres cuartas partes del mismo, si nos ponemos serios.

Faulkner, en Hollywood, escribió películas tan directas, hermosas y de éxito tan notorio, como Junga Ding (G. Steven, 1939), Tener y no tener (H. Hawks, 1944) El sueño eterno (H. Hawks, 1946 ) y Tierra de faraones (H. Hawks, 1955) por poner algunos ejemplos. Sin embargo los productores de la Meca del Cine no le permitieron, jamás, adaptar personalmente ninguna de las más de veinte novelas que escribió. Delegaron esta misión en otros escritores y, de este modo, la traición que perpetra siempre el adaptador, alcanzó niveles descomunales en la traslación del libro a la pantalla. Esto ocurrió con su novela más escandalosa, Santuario (1931) que tuvo dos versiones, Secuestro de Stephen Roberts (1933) y Réquiem por una mujer de Tony Richardson (1961); con El ruido y la furia (1929) que, con el mismo título, dirigió Martin Ritt (1959), con Pylon que, titulada, Ángeles sin brillo, dirigió Douglas Sirk (1957) o con Los rateros (1962) que filmó Mark Rydell en 1967. No son malas películas, pero de Faulkner solo suele quedar en ellas una ligera y engañosa brisa.

Puestos a adentrarse en el territorio Faulkner, en el condado de Yoknapatawpha y aledaños, el cronista se queda con otra inmensa traición, la que tuvo como objeto recrear a ciertos personajes, anécdotas y situaciones de El villorrio (1940) y que dirigió el bueno de Martin Ritt: El largo y cálido verano (1958), a mayor gloria del género sobre «el profundo sur», las «gatas sobre los tejados de cinc» y «lo que se llevó el viento tras la rendición del general Lee». Con un reparto excepcional, Paul Newman, Orson Welles, Angela Lansbury, Lee Remick, Joane Woodward y Tony Franciosa, Ritt preparó un ingenioso cóctel sobre la saga de las familias Varner y Snopes que hizo, sin duda, las delicias de los expertos en el autor y una película entretenida y «fuerte», como se decía entonces, sobre las pasiones humanas. Solo que en Misisipi, donde de cada cuatro hogares tres son destilerías clandestinas, a Ritt se le olvidó el alcohol, y este detalle es una carencia que hoy en día se nota demasiado al volver a revisar el filme. A la espera de que alguien se atreva con Los invictos para hacer un gran western sobre la Guerra Civil americana, poca cosa más, en estas líneas, podemos decir sobre Faulkner en el cine, el hombre que amaba los caballos, los aviones y el buen whisky. Bueno, y a las mujeres, a la secretaria de Howard Hawks, pongamos por caso.

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