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«Vatel» para una noche de verano

Vatel, la octava película de Roland Joffé en 2000, es, tal vez, uno de sus trabajos más logrados tras una filmografía que prometía mucho en sus inicios -Los gritos del silencio (1984) y La Misión (1986)- pero que se fue apagando entre proyectos descaradamente oportunistas y comerciales -La ciudad de la alegría (1992), Super Mario Bros ( 1993)- fallidas experiencias en el cine de género -Goodbay lover (1999), Cautivos (2007)- o bodrios incomprensibles como Encontrarás dragones (2011), financiada por el Opus Dei, a mayor gloria de Escrivá de Balaguer, donde, tan solo en la puesta en escena y la dirección artística, nos recordaba al prometedor realizador que acarició la recompensa del Óscar en sus dos primeros filmes. Roland Joffé o «su gozo en un pozo».

Vatel es, como recuerda el cinéfilo, un drama de época basado en sucesos reales, convenientemente manipulados por las exigencias del guión, que se acerca a esa idea unamuniana de la Intrahistoria como relato o análisis del decorado social, incluso físico, donde tienen lugar los hechos transcendentes del pasado. En este caso ese escenario es el de la Francia palaciega de provincias y el de la Corte itinerante de Luis XIV, hacia 1671, cuando Versalles estaba, siendo y no siendo, en el proceso interminable de su construcción. Cuenta el viaje de la Corte del Rey Sol a Chantilly para visitar, durante tres días con sus noches, a su más prestigioso, pero ya achacoso, general, el Príncipe de Condé, con la sibilina intención de recuperarle para dirigir su ejército contra los holandeses, y el compromiso del militar para atender, como si del propio Jehová se tratase, al caprichoso monarca y a una población flotante de cortesanos -entre oficiales, parásitos y aduladores- de más de dos mil personas. Real, como la Historia misma, resulta este relato sobre la papeleta que tuvo que asumir François Vatel, intendente, cocinero y maestro de ceremonias de Condé que, con las arcas agotadas del príncipe, tuvo que montar tres días intensos de juerga y diversión para los insolentes y altivos huéspedes y pelear, al tiempo, con una pléyade de indignados proveedores de la comarca hartos y arruinados de ofrecer tanto crédito a su señor.

Vatel, con un Roland Joffé todavía inspirado en el control de la dirección artística y la escenografía, con el pulso todavía firme a la hora de incluir una historia de amor entre el ilustre cocinero y una dama de la reina -amante del monarca- y pretendida por un pérfido consejero, se resuelve en la pantalla como un estupendo espectáculo visual, un filme de «ambientación» deslumbrante, muy propio para estas noches de verano en la terraza, acompañado de un buen surtido de refrescos espiritosos y canapés. Las escenas en la gran cocina de palacio, aunque no poseen la fuerza de filmes gastronómicos de altura, como El festín de Babbete (Gabriel Axel, 1987) o Comer, beber, amar (Ange Lee, 1994), pueden contribuir a incrementar el apetito y transportarnos al corazón de la película donde sus protagonistas hacen lo mismo: llenar el estomago mientras asiste, en lugar de a una sesión de video, a un conjunto de representaciones barrocas del arte escénico del siglo XVII, con mucha maquinaria, música y tramoya. Si hay suerte y, desde la terraza, asistimos al complemento de unos fuegos artificiales, la visión de Vatel puede ser completa y todavía quedara tiempo para el coloquio. Coloquio sobre el mensaje explícito del filme: las perversiones de la monarquía despótica, la servidumbre sexual de las cortesanas, y el escaso valor del súbdito plebeyo en el ámbito del Antiguo Régimen. Si olvidamos hablar de la comedida interpretación de Gerard Depardieu -Vatel-, de la belleza sensual y turbadora de Uma Thurman -Anne de Montousier- o del pérfido Tim Roth marqués de Lauzan- todavía es posible que nos quede tiempo para tratar de dilucidar cuando, como le ocurrió al Perú, se jodió un día Roland Joffé.

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