Viajar por España es atravesar una sucesión de campos despoblados. La eficacia del AVE se mide por su rapidez para dejarlos atrás camino de la capital o de la playa. La demografía cuantifica el desierto humano en comarcas que, a una hora en coche de Madrid, presentan estadísticas sólo comparables en Europa con los pueblos más cercanos al Círculo polar ártico. Nada de eso es nuevo y sin embargo sigue asombrando, como asombró aquel «Teruel existe» que recordaba lo obvio. El novelista Sergio del Molino hace de ese asombro la clave para triturar algunos de los mitos acuñados por los profesionales del problema de España. Al ensayismo más o menos centralista, emulado por el de los nacionalismos periféricos, Del Molino opone un viaje personal, que recorre el país a escala de su mirada disciplinada, inasequible a la voluntad redentora, la fiebre mítica o el trazo pintoresco, cultivados por la larga progenie del noventa y ocho. El estilo de este ensayo no es el habitual en un libro de viajes. El solitario recorrido en un C4 por la España interior se corresponde con una zigzagueante reflexión que superpone a la experiencia del paisaje la discusión con los tópicos de su exégesis nacional. Por eso dedica páginas centrales a relatar la construcción del mito y el contramito de las Hurdes, desde Legendre y Buñuel hasta la propaganda turística de la comunidad extremeña, pasando por las imágenes edulcoradas del franquismo. En torno a esa comarca se enfatizaron las imágenes pedagógicas, literarias y políticas que según Del Molino han determinado la visión y la actitud de los españoles ante su paisaje en general. Imágenes acuñadas no sólo por las ensoñaciones literarias -de las que el autor sólo salva a Antonio Machado-: también el misticismo y el afán redentor de la Institución Libre de Enseñanza, o la retórica del carlismo. Frente a la tópica ajena, la descripción de la propia experiencia viajera y lectora, que aquí es lo mismo, obedece a una tesis de partida y de llegada: las configuraciones políticas, sociales y culturales de la España moderna se han construido desde el trato inconsciente y desasosegante con ese vasto territorio invisible, de cuyas condiciones geográficas y lingüísticas aún no hemos salido y que habrían generado lo que el autor llama «el gran trauma». El mismo que durante mucho tiempo sufrió una mayoría de españoles, que «estaban en una ciudad, pero paseaban por un pueblo». Sólo el paso de las generaciones invirtió el imaginario de la vida urbana, cuando los hijos y nietos de los empleados que vinieron del campo, convirtieron sus músicas, jergas y costumbres de barrio obrero en la esencia de la ciudad y sus movidas. Especialmente oportunas en nuestro contexto de convulsión política resultan las páginas del libro que explican cómo la ley electoral fingió compensar en la Transición la asimetría social y económica al sobrevalorar la representación de los votos mayoritarios en los lugares menos poblados, enviando al limbo al Partido Comunista y consagrando un régimen caciquil de redes clientelares y barones al servicio de las élites urbanas. E imprescindibles, por discutibles, son las páginas críticas dedicadas a los mejores cronistas de esa España vacía, como Miguel Delibes o Julio Llamazares, y a su inesperada emergencia en nuevas generaciones de escritores que, como Jesús Carrasco y el mismo Sergio del Molino en su novela Lo que a nadie le importa (2014), se van apropiando de un imaginario construido desde fuera. Con su confianza en que esa reapropiación permita a los nuevos españoles mirarse mejor hacia dentro, el autor no termina de escapar a las viejas aspiraciones morales de quienes añoraban una nación o una sociedad a la altura de su paisaje. No obstante, su distancia irónica, su vigor narrativo y su extraordinario campo de referencias hacen de este libro una aconsejable terapia contra el trauma.
