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El verano del sorpasso

Hoy recuerdo lecturas y películas que han tratado de captar la esencia del estío haciéndolo creíble

El año pasado de 2015 hubo un verano ardiente que llenó la ciudad de somnolencia, de botellas vacías de cerveza y del miedo consiguiente a las insolaciones. Ni en las noches de los pueblos encaramados a la sierra sopló el vientecillo reparador de antaño y los días, llenos de fatiga, inocularon el virus de la galbana. El cronista recuerda ese último verano con estas connotaciones de relato antiguo y una sensación plástica de brochazos amarillos, a la manera de Van Gogh, que hería las pupilas debido a las gotas salobres del calor. Y al atardecer, el denso aroma de los geranios, las emanaciones de las alcantarillas, ese olor a pescado y salazones de los mercados, parecían salidos de un libro habanero de Alejo Carpentier salpicado de pay-pays llegados de Manila.

Con estos pensamientos, hoy, he recordado las lecturas y películas que intentaron captar la esencia del tiempo estival haciéndole creíble en la pantalla y me ha venido a la mente el universo sureño de Tennessee Williams y de Faulkner con sus calores y humedades tiñendo de brillo el celuloide: la canícula nocturna de Un tranvía llamado Deseo (E. Kazan, 1951), las pasiones tropicales desatadas en La noche de la iguana (J. Huston, 1964) y el sol de justicia presidiendo las vidas turbulentas en La gata sobre el tejado de zinc (R. Brooks, 1958) y en El largo y cálido verano (M. Ritt, 1958). Testimonios plásticos del cine americano a la hora de devolvernos la intensidad del estío, en cuya cumbre aparece la noche desbocada que Arthur Penn filmase en La jauría humana, allá por 1966.

El verano mediterráneo, el mío, y, por supuesto, el de algunos de los lectores que se pierden por esta columna, gentes que se acostumbraron a viajar las carreteras de las playas en cochambrosos utilitarios, motos con sidecar o destartalados autobuses, repostando en chiringuitos de pescado frito y puestos de melones, para lograr sortear lechos de algas y darse un capuzón a cuarenta grados a la sombra; ese verano de familia numerosa, ligón recién nacido como especie, buscando sueca, y primer pic-up llenándose de arena bajo la sombrilla, solo he podido revivirlo viendo La escapada, un filme de Dino Risi que causó furor entre los jóvenes de mi generación, en 1962. El título original de las película fue Il sorpasso y por este nombre la conoció una pléyade de cinéfilos que al leer estos meses atrás la palabra italiana utilizada en términos políticos, dudó entre quedarse con la vieja traducción de «escapatoria» o la nueva de «adelantamiento». La cuestión no importa demasiado si atendemos al final de la película que bien pudo titularse, con toda la maldad premonitoria que se quiera, El Batacazo. Porque con un enorme y sobrecogedor «trompazo», acababa esta película, la mejor, sin duda, de Dino Risi, seguida muy de cerca por Vida difícil.

La escapada es una road movie, protagonizada por un tipo hedonista y caradura que interpreta Vittorio Gassman, que parece vivir a bordo de un Lancia descapotable, y un tímido estudiante de Derecho, Jean Louis Trintignan, que se ve arrastrado por el loco conductor a vivir un intenso fin de semana durante el ferragosto italiano. Una tragicomedía social de muchos quilates. Los años del desarrollismo económico, de la liberación de las costumbres, de sus contrates con el conservadurismo, del twist, de los últimos éxitos de las canciones de Domenico Modugno y Peppino Di Capri, sirven de marco para plantear una cuestión eterna que siempre ha hecho mella en el espíritu juvenil, elegir entre el carpe diem y la sensata y aburrida responsabilidad de un futuro prometedor. Un dilema que incendió coloquios y debates en reuniones y cine-clubs y que acompañado de ese ambiente estival, gregario y hortera, de ese sapore di mare y ese «calienta el sol, aquí en la playa», como jamás se había captado en blanco y negro, convirtió el verano de Il sorpasso en una toma de conciencia generacional. No hay nada nuevo bajo el sol. Bueno, si, el calor que llenó la ciudad de botellas vacías de cerveza.

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