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Love is in the verse

¿Hemos dejado de ser los amantes del amor?

El amor, la muerte y el tiempo. No necesitamos más para explicarnos los apetitos mundanos, las sinuosidades espirituales y las pasiones del alma, tan limitadas y previsibles como los móviles para planear el crimen perfecto. Sin embargo, de esa tríada capitolina, ninguna tuvo antaño tanto prestigio y tiene hogaño tan mala prensa como el amor. Da la sensación de que los poetas ya han dicho y hecho todo al respecto: Catulo no se conformaba con recibir de Lesbia menos besos que las arenas de los desiertos de Libia, los trovadores provenzales aderezaron su vasallaje sentimental con una pizca de pimienta, los stilnovistas sufrían un colapso cada vez que su amada pasaba por la calle (no digamos si los saludaba tibiamente), y Bécquer acabó por dinamitarlo todo con unos puntos suspensivos que eran la transcripción ortográfica del suspiro clorótico: «Por un beso? / yo no sé qué te diera por un beso». Luego la música pop hizo de las suyas. Sin salir del bucle becqueriano, Jarabe de Palo aseguraba que «por un beso de la Flaca daría lo que fuera». Y Karina se aplicó el consejo de Juan de Mairena y llegó a traducir a lenguaje poético al mismísimo Antonio Machado, reduciendo «la flecha que me asignó Cupido» a «las flechas del amor». De poco sirvió que Baudelaire nos maltratase el olfato con los «amores descompuestos» de Una carroña. El caso es que el erotismo poético -no me refiero a la pornografía lírica, que también tiene sus adeptos- ha terminado por identificarse con una escritura rica en azúcares añadidos y no apta para diabéticos.

Sin embargo, no solo hay amores muy diferentes, como afirmaba Gila, sino maneras muy diferentes de expresar la misma emoción. En Los últimos perros de Shackleton (Sloper), que ya ladraron en estas páginas, Ben Clark reconstruía una epopeya antártica para objetivar un desengaño amoroso. Para Victor Peña Dacosta, autor de Diario de un puretas recién casado (Ediciones Liliputienses), la dicha conyugal pasa por acomodar las esperanzas románticas a la horma de la liquidez posmoderna: «Prometo traerle flores de vez en cuando, / acordarme alguna vez de alguna fecha, / no meter cosas sin tapar en la nevera / y aprender la indescifrable mecánica / con la que se desenvuelven / las emociones y los edredones nórdicos». Si desmitificar la mitología amorosa es una opción de legítima defensa, no menos efectivo es encerrar los sentimientos en una celda estrófica transformada en cárcel de amor. Así, Rivero Taravillo demuestra en El bosque sin regreso (La Isla de Siltolá) que es capaz de declararse en un haiku: «Solo contigo / brilla la luz del día / toda la noche». Dos versos más le hacen falta a Antonio Manilla para describir las secuelas que le deja una Mujer en tanka en su poemario En caso de duda y otros poemas de casi amor (Sloper): «La flecha roja / apunta en dirección / hacia ese abismo / al que me arrojaría / para volar sin alas». Otra posibilidad es recurrir al simbolismo, como hace Jorge de Arco en La lluvia está diciendo para siempre (Melibea, Premio Rafael Morales), cuya estética del claroscuro cristaliza en un inventario de cenizas con sentido, en «a canción ardida / que sigue hablando de los dos». Y de las cenizas de una educación sentimental nos habla asimismo José Manuel García Gil en La belleza no está en el interior (Fundación José Manuel Lara, Premio Iberoamericano Hermanos Machado), que mezcla la historia colectiva, la fabulación literaria y «aquel beso / por el que porfié a los catorce años». Finalmente, el amor y la muerte en los tiempos de la crisis conforman una poderosa aleación en Pisar cieno (Algaida, Premio Ciudad de Badajoz), crónica generacional y «libro de familia» de Rocío Hernández Triano.

¿Serán los poetas del futuro amantes del amor? No sabría decirles. De lo que sí que estoy convencido es de que el asunto seguirá dando de qué hablar. Y me despido con unos versos de Juan Bonilla que contienen toda la melancolía del mundo y unas gotas de sabio cinismo: «Solo una cosa / queda de aquel amor: / aún leo tu horóscopo».

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