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En mayo no hay membrillos

Al final, las teorías de Billy Wilder no sirven de mucho: cada uno se entretiene como quiere

Esta mañana he salido por los alrededores de la casa para ver los árboles frutales: los albaricoques, todavía verdes, las primeras cerezas, los nísperos amarilleando entre las hojas frescas. No ha sido una salida casual, sino premeditada. Anoche, en ese espléndido programa de la segunda cadena de TV que es Historia de nuestro cine, volví a ver El sol del membrillo la película, el extraño documental, que filmó Victor Erice sobre el pintor Antonio López y su intento de captar la belleza efímera de unos rayos de sol madurando en los membrillos de su jardín. Un rodaje que se prolongó, sin guión ni plan establecido, entre el 30 de septiembre y el 10 de diciembre de 1990 y que, con un metraje final de 135 minutos, se estrenó en el Festival de Cannes de 1992, obteniendo el Premio del Jurado. Una película difícil, de auténtico «arte y ensayo», como se dijo en su momento, lenta, morosa, semejante al propio trabajo del pintor, tan detallista, tan amante de la perfección. Una película que sacó de nuevo a la palestra el tema del cine y el entretenimiento, y de si era legítimo traicionar el principal mandamiento del cine de Billy Wilder: no aburrir jamás al espectador.

Yo volví a ver esta cinta despojado de toda prevención, haciendo caso omiso a las críticas, a las sesudas consideraciones estéticas y filosóficas en torno a la posibilidad de captar la belleza real del instante, al peliagudo asunto de la habilidad manual, de la condición artesanal del creador dominando la materia. Es decir: me dejé llevar para que los prejuicios no me impidieran ver el bosque. Y lo tenía claro: al menor síntoma de aburrimiento estaba dispuesto a cambiar de canal. Después ocurrió el prodigio: la película, otrora algo pesada, lastrada por los discursos de la crítica especializada, fue fluyendo como un río manso pero de corriente amena. El poder de sus bellas imágenes, de los diálogos naturales, sin afectación, de las escenas del pintor con sus amigos, las anécdotas mínimas del discurrir cotidiano intentando encajar en el lienzo los membrillos, los esfuerzos por proteger el árbol de las inclemencias del otoño, de preservar una tonalidad mudable, hicieron el resto: acabaron fascinándome por el caudal de verdad que contenían y tiraron la teoría del entretenimiento de Wilder a la basura: cada uno se entretiene como quiere. Yo me entretengo leyendo las novelas de El Coyote, usted se entretiene leyendo el capítulo tercero del Ulises de Joyce.

Pero si las consideraciones estéticas llegaron a calar en mi escéptico espíritu agrandando las múltiples lecturas de la película, no lo hicieron tanto como la enorme humanidad de Antonio López y de su colega Enrique Gran conversando sobre su pasado, como alumnos de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Un homenaje a la amistad, al compañerismo y al cariño hacia los maestros, plagado de una ternura tan enorme como la escena en que López y Gran, mientras se ocupan del cuadro y del árbol respectivamente, se ponen a cantar una vieja copla: «Cariño, cariño mío/ granito de mejorana/espuma que lleva el río/ lucero de la mañana». Esta escena, cuentan, durante la proyección en Cannes, cuando comenzaban a escucharse los ruidos de la gente que abandonaba la sala algo aburrida, levantó un clamoroso y espontáneo aplauso.

Los amantes del cine somos como los niños. Nos encanta repetir los instantes felices, las emociones poderosas. Por eso esta mañana me he levantado y me he ido en busca de los árboles, de sus colores y de su belleza, tenía ganas de desayunarme un plato de naturaleza convidado por el cine. Pero en mayo no hay membrillos, ya se sabe. En mayo el sol se recrea en los albaricoques, las cerezas y los nísperos. Y en junio ya todo es distinto, que es lo que viene a decir la película: que nada prevalece en su hermosura y que el tiempo es oro.

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