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Regreso a Brigadoon

Ahora podemos ver si aquella película que nos encantó en 1968 resiste el paso del tiempo

Nunca volvemos a bañarnos en el mismo río y, por la misma razón, nunca volvemos a ver la misma película, aunque movidos por una enfermiza pasión, la veamos cientos de veces. Una película, independientemente de su factura inamovible, de su perfecto y objetivo acabado, no deja de ser un estado de ánimo, el resultado de la mirada del espectador que se cuela en el cine cargado con todas sus circunstancias. No es lo mismo ver Desayuno con diamantes una tarde de primavera, a los dieciséis años, antes de acudir a una cita con una muchacha, que hacerlo a los treinta años, un día de Navidad, en compañía de la señora, los niños y una tía solterona que vino a pasar las fiestas con nosotros.

La película, sin dejar de ser idéntica a sí misma, emitirá, sin duda, otras vibraciones, además de habernos costado una pasta considerable al tener que pagar la entrada a la familia. Esta condición cambiante del cine no la conocíamos con tanta precisión antes de que apareciese el video y resultase mucho más difícil revisar varias veces un mismo filme.

Ahora, gracias al cine enlatado que guardamos en la despensa, podemos entretenernos con el bonito juego de voy a ver si aquella película que nos gustó tanto en 1968, resiste hoy el peso de una mirada enriquecida por las dioptrías. Es un juego, sin duda, pero hay que ser valiente y tener un poco de sangre fría para practicarlo, debido a los riesgos afectivos y sentimentales que entraña.

Yo lo he ensayado con una cinta musical que siempre desee revisar y cuya visión venía posponiendo: Brigadoon de Vincent Minelli (1954). Recuerdo que, en su momento, me decepcionó y que siendo, como soy, un gran aficionado al género, la situé siempre muy por debajo de un ranking personal encabezado por Cantando bajo la lluvia, Un día en Nueva York, Siete novias para siete hermanos o Melodías de Broadway, 1955 del propio Minelli. La recordaba como una enorme cursilada con tipos con faldas a cuadros bailando entre neblinas, coros empalagosos cantando las virtudes de Escocia sin un maldito estribillo pegadizo, danzas interminables y un pasteleo de colorido que me recordaba las horribles y sebosas pinturas «Goya» de mis años escolares. Tan solo el hecho de tener un argumento de mi agrado, la historia del pueblecito del siglo XVIII, habitado por la bellísima Cyd Charisse, que solo vivía un día cada cien años para regresar al sueño del olvido y donde se perdían dos turistas americanos -Gene Kelly y Van Johnson- aparecía como un motivo fantástico yrecurrente para volver a verla. Y eso hice la semana pasada: regresé a Brigadoon.

Volver a Brigadoon sin los prejuicios estéticos y morales de los veinte años, ha sido una experiencia agradable. Ha sido como regresar al origen del Cinemascope y al universo mágico y tramposo de los grandes decorados como escenario, al espacio donde se mueven las grúas para lograr los planos interminables y convertir la mirada de la cámara en una nueva visión del mundo; ha sido como descubrir de nuevo el famoso «color» de Minelli, en este caso el Anscocolor, utilizado solo para este filme, con su amplia gama de registros y sus iluminaciones que recuerdan a las de la escuela flamenca de pintura. Un regreso al territorio clásico del Estudio como matriz onírica del cine.

Cuanto de joven me pareció en Brigadoon un testimonio kitsch o un ramalazo de frikismo avant la lettre, se ha tornado riesgo y elegancia, un experimento premeditado para superar el frío y pedante intelectualismo que presidio la sobrevalorada Un americano en París (1951). Cuanto me pareció descuidada ingenuidad argumental, me resulta ahora meditada calidez y un tributo a la libertad de soñar lo imposible: a Gene Kelly y Cyd Charisse flotando, volando en un pas a deux, entre cielos de color malva, en el mejor número musical del filme The Heater on the Hill. Gene Kelly y Cid Charisse juntos, a pesar de la leyenda de Brigadoon de no admitir extraños y aparecer solo una vez cada cien años, por obra y gracia de la real gana de Vincente Minelli. Vivir para ver. Para volver a ver, claro.

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