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Un principio de esperanza

Resulta preocupante la presentación en los últimos tiempos de la filosofía como una disciplina superflua

Cabe suponer que cada época ha dado por perdidas ciertas causas y que solidariamente con ellas ha elaborado sus utopías. Una de las más antiguas es la que recoge el relato de la Atlántida, que irrumpe en los diálogos platónicos para ofrecer una desencantada lección de la vida pública: pues esa ciudad divina fundada en la justicia, pero que acaba muy humanamente desistiendo de ella, no se merece sino desaparecer violentamente bajo las aguas. Con este mito, Platón evoca una propuesta ético-política que no nos sirve ya en sus detalles, pero que delimita un espacio conceptual en el que cabe seguir planteando el mismo problema del bien común. Porque esta tarea, como todas las de naturaleza filosófica, ha de ser permanente.

En los últimos tiempos, sin embargo, resulta preocupante la presentación de la filosofía como una disciplina superflua, lo que parece justificar que quede relegada frente a otras materias en la reforma educativa que se encuentra a medio implantar. El desacierto de esta maniobra se subraya si se nos ocurre repasar el papel que este saber ha jugado en el desarrollo de algunas causas que, descuidadas o no, se siguen considerando vinculantes y descriptivas de los principios con los que se identifican las sociedades occidentales. El repaso sería largo. La libertad de expresión, por ejemplo, junto con la voluntad de conformar una opinión pública -ilustrada- se ha ganado en buena medida en esa lucha contra los prejuicios -normalizados en la tradición, los dogmas, el cientificismo, los lugares comunes- que vertebra la historia de la filosofía. Sus diferentes capítulos han hilvanado una defensa del uso público de la razón -diciéndolo en términos kantianos- que debe valorarse, desde luego, como un proyecto inacabado, pero, por ello mismo, todavía vigente. A él pertenece así mismo la consolidación de la noción de igualdad y el impulso, más concretamente, de la conciencia feminista. Quizás hoy ya no haga falta recordar que fue la filosofía cartesiana -tan pobremente reducida a esquema escolar- la que inspiró uno de los primeros lemas contra la discriminación de las mujeres: l'ésprit n'a pas de sexe.

Pero estas y otras causas convergen en el interés por ejercer la crítica de y contra la propia cultura. De Sócrates a Nietzsche, de Hume a Foucault, Habermas, Rorty o Zizek, puede reconstruirse un polémico diálogo que si se desestima como una ociosa sarta de ocurrencias es porque no se quiere asumir ni proseguir la profunda revisión que implica. Ciertamente, cualquier persona familiarizada con la disciplina sabe que «filosofía» es un término que ha de escribirse en plural y que algunas de sus acepciones han escudado exclusiones e ideologías diversas. Pero, a pesar de ello, su propio margen de autocrítica ha proporcionado -y proporciona- elementos e instrumentos para contraargumentar.

Sin necesidad de gastar grandes palabras, sí hay que señalar que la filosofía asegura la posibilidad de detenerse ordenadamente en cuestiones y problemas que si se aíslan en la especialización académica o se confían sin más a la liquidez del mundo virtual pueden acabar diluyéndose, trivializándose, reduciéndose a tópicos. Tal vez como le pasa al relato de la Atlántida cuando se olvida que se construyó en los diálogos platónicos a modo de recurso crítico. Por ello, lo decisivo no es partir a buscar los restos de esta civilización perdida ni imaginar la resolución de su presunto enigma, sino abordar su dura sospecha sobre las posibilidades morales de la res publica. Y también encontrar la causa que en última instancia ampara, ya que, junto al desencanto antes mencionado, Platón mantiene un principio de esperanza. El trágico agotamiento de esa utopía hace posible el comienzo de otro ciclo histórico, alienta, en definitiva, esa resistente capacidad de comenzar de nuevo que, según Hannah Arendt, define la condición humana. Si una disciplina como la filosofía se sigue ocupando de las atlántidas, contribuirá modestamente a que algunas causas importantes no se abandonen -y a que nuestros estudiantes, en el vertiginoso flujo de contenidos que los envuelve, se paren en algún momento a pensarlas.

* Elena Nájera es profesora titular

de Filosofía de la UA

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