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El valor de la filosofía

La filosofía es capaz de encontrar orden donde solo hay caos y, a la inversa

Il telescopio. Panorama popular, obra de René Magritte. A la derecha, imagen-emblema renacentista de la filosofía de Cesare Rip.

A los «filósofos terroríficos» de la UCM

Puede que fuera un cielo estrellado o el mar que salpica los archipiélagos del Egeo. Quizá fuera un rayo, el caer precipitado de la lluvia o lo inasible de la niebla. O tal vez fuera el contacto con otras culturas y con otras formas de ver el mundo e interpretarlo. Puede que fuera el choque entre los persas y los griegos de Mileto, de Samos o de Éfeso, pero lo cierto es que la filosofía occidental, según se dice, nació en las costas de Jonia en el siglo IV a.C. ante las maravillas que rodeaban a los hombres. Maravilla o, mejor, «extrañeza» ante el mundo, pero también extrañeza ante los que lo habitan. No todos los hombres griegos nacidos entonces eran filósofos y ni mucho menos puede afirmarse que en aquel momento tal actividad gozara de un reconocimiento por los integrantes de la polis. El filósofo era por aquel entonces un sabio que se afanaba por entender el mundo, pero era también una (incómoda) anomalía porque su forma de proceder no se integraba en el movimiento de inercia que todo modo de pensar asentado y predominante implica. La pregunta por el ser y los entes, que causa estupor a quien nada sabe de filosofía, encontró su origen en una cuestión mucho más cercana que se interrogaba, por ejemplo, por el por qué las cosas son diferentes si tienen un mismo origen. Poder preguntarse por algo así no es un ejercicio que deba infravalorarse porque implica no dar nada por sentado y no sólo tener la libertad de poder decir lo que se piensa, sino de poder pensar lo que se dice y tener las herramientas para pensar lo que dicen los demás. Dicho de otro modo ¿por qué pensamos cómo pensamos? ¿qué estructuras de pensamiento heredamos y cuáles son propias? ¿cómo se relaciona esa misma estructura con nuestro modo de ver el mundo y habitar en él? Y así desde una pregunta tan aparentemente sencilla -¿qué es lo que hace que un griego sea diferente a un persa? o ¿por qué el olímpico Zeus es más «verdadero» que la deidad babilónica Marduk?- se abre una nueva forma de entender nuestra realidad.

La pregunta que siempre se ha hecho a la filosofía es para qué sirve. La respuesta más contundente desde la propia filosofía es aquella que afirma que no vale para nada. Pero así dicho ni el que pregunta ni el que responde se entienden. No se trata de que la filosofía no valga para nada, sino de que no puede sacarse un rendimiento económico de ésta, ni puede venderse ni utilizarse como tal porque no es «integrable» en un sistema y como tal no sirve a nada ni a nadie. Su riqueza tiene que ver con saber el verdadero valor de las cosas. La pregunta por tanto por el «uso» y el «valor» no debería ser arrojada contra la filosofía como un guante en un duelo: la filosofía responde a para qué sirve aquello que consideramos que tiene "«valor» y «uso».

El primer nivel del problema de la pregunta por «el valor de uso» de la filosofía tiene que ver con la interpretación que se hace de la filosofía «desde fuera», es decir, con esa creencia, en el mejor de los casos, de que a Kant lo han de leer los juristas o a Anders los ingenieros. Ni Kant ni Anders hacen leyes ni emplean la técnica para construir cosas, pero entonces ¿qué hacen? La filosofía es capaz de encontrar orden donde solo hay caos y, a la inversa, desordenar el mundo y ponerlo del revés. Ante el mundo de lo dado, el filósofo muestra lo posible: apunta a nuevos horizontes de posibilidad, abre un mundo distinto. Si las leyes no funcionan o la técnica no cumple su cometido, el filósofo puede proyectar otras formas más allá del cubículo de determinaciones «dadas». La filosofía localiza las grietas, las explora, propone puentes y, ante la resignación o la desesperación surgidas del conflicto con nuestra realidad, deja ver que la realidad puede ser otra. La filosofía ha de ser temida y con razón: porque puede tener el potencial de la demolición, pero también el de la construcción de todo un mundo. La filosofía es una herramienta de transformación.

* Ana Carrasco es profesora ayudante en la UCM

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