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En el jardín de Ferlosio

Una esmerada edición de Ignacio Echevarría reúne sus ensayos en una Summa gramatical y filosófica

Es muy probable que muchos de quienes, entre el barullo de novedades literarias, exhibido por una de esas cadenas comerciales que dicen vender «toda la cultura y toda la tecnología», se topen con este librote de ochocientas páginas en cuya portada se resalta con mayúsculas amenazantes la expresión ALTOS ESTUDIOS ECLESIÁSTICOS, retrocedan ante la perspectiva temible de un mamotreto teológico, dispuesto, por una extraña providencia, junto a un ciento de novelas que, acogidas a lo que Rafael Sánchez Ferlosio hace ya muchos años designó como «derecho narrativo», son perpetradas por «autores de tan fácil pluma como escaso escrúpulo». A los desavisados lectores, que aun conociendo la figura del «plumífero» ignoran cómo se las gasta, el editor y crítico sutil, Ignacio Echevarría, les aclara pronto el imponente título. El mismo autor ya lo explicó en páginas autobiográficas: huyendo de su figura de novelista exitoso tras El Jarama, decidió enmudecer y dedicarse por unos quince años al estudio de la gramática y la filosofía del lenguaje, empujado por sus lecturas del gran Karl Bühler y apoyado en el consumo regular de anfetaminas. Cuenta Ferlosio que, cuando un clérigo se retiraba, obligado por algún escándalo, se decía que andaba ocupado en «altos estudios eclesiásticos». De esta feliz analogía el editor resuelve la descarada portada de un libro que contiene más teología de lo que parece.

Anunciado como el primer volumen de una edición -suponemos que definitiva- de los ensayos de este inagotable polígrafo (con permiso de su leído y releído don Marcelino), nacido en Roma hace casi noventa años, el libro presenta una arquitectura impecable. La escritura y el pensamiento (que aquí son lo mismo) de Ferlosio se ordenan según los ejes de la gramática y la narración, cruzados por unas rigurosas «diversiones». El preámbulo -Principium individuationis- y un inédito apunte previo -Sobre la hipotaxis y el aliento de la lectura- encauzan el curso de un trenzado de escritos que tienen su centro en Las semanas del jardín: un admirable texto cuyas ediciones previas fueron responsables, hace ya tiempo, de que más de uno, en momentos de zozobra, se reconciliase con el mundo. Valga como muestra, para quien quiera buscarla (e índices generosos, onomásticos y analíticos, tiene esta edición para hacerlo) el largo paréntesis de un apéndice de la Segunda Semana, dedicado a Jorge Manrique, donde Menéndez Pelayo y el heterónimo machadiano Juan de Mairena entablan en un café de Sevilla una discusión noctámbula, amenizada con cazalla, acerca del sentido de las Coplas. La teoría de la narración enhebrada en Las semanas poco o nada tiene que ver con las narratologías al uso, de las que Ferlosio, no obstante, sabe casi todo. Tampoco recuerda a los acartonados estudios académicos el prolijo y brillante ensayo de lingüística "Guapo" y sus isótopos, cuya impecable exposición, que aúna las formas del ensayo con las del tratado, exige no poca ascesis lectora. Las «diversiones» en torno al castellano de la Constitución, los «adverbiales tristes» o los compuestos nominales de verbo más complemento directo son frutos de un constante empeño por hacer objeto de la reflexión hasta «los propios humores». Empeño que ya alentó sus primeras incursiones contra las villanías perpetradas en el lenguaje para domesticar al «extraño próximo» -niño, mujer o animal- ejemplarmente recogidas en el trabajo Personas y animales en una fiesta de bautizo. Todos estos senderos convergen en los comentarios a la Memoria e informe sobre Víctor de Aveyron del doctor Jean Itard, que el propio Ferlosio tradujo hace tres décadas largas y que felizmente se reeditan en anexo. A la luz de la refutación de la ideología individualista, que preludia el entero volumen, y del resto de trabajos gramaticales, que son también ontológicos, cobran especial densidad las abultadas notas al diario en el que Itard relató sus infructuosos trabajos por civilizar en su lengua al joven «niño bravío» encontrado en un bosque francés del ilustrado siglo XVIII. Tanto en estas glosas como en los textos que le preceden, el «aliento» de la lectura es animado por una sintaxis enemiga de la «pequeña tranquilidad de la prosa». Ferlosio escribe en nombre de una Gramática, que como Dios, le previene de los vicios de la hipotaxis aunque en contadas ocasiones su infatigable pluma guste de probarlos. Que el lector, por ese vicio o por su propio descuido, se quede algún instante sin resuello no debe ser excusa para perderse los placeres de este libro. Una vez que repare en cómo su pensamiento bulle al ritmo de sus frases de largo aliento, descubrirá agradecido que meterse en este jardín resulta, además de un gozo, un insólito acto de resistencia.

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