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Los deseos cumplidos

Cunningham muestra en La reina de las nieves retazos de una vida entre Bush y Obama

El escritor Michael Cunningham. bookfan.net

En el lapso de cuatro años cabe toda una vida, o al menos los únicos sucesos relevantes de una vida. Esto es lo que propone Michael Cunningham en su novela, La reina de las nieves, que enmarca la narración en la época que va desde la reelección de George Bush Jr. hasta la elección de Obama. El cuarteto de personajes que protagoniza el libro ha dejado atrás hace años la juventud, y se enfrenta a un presente en el que todos han abandonado y olvidado la realización de sus sueños, atascados en relaciones y situaciones que no tienen la fuerza o la voluntad de afrontar. La exquisita prosa de Cunningham nos muestra tres instantes donde se ha detenido el tiempo, creando varias escenas carentes de desenlace y ahorrándose el trabajo de narrar todo lo que ocurre entre ellas. Ha escogido momentos donde algo va a pasar, pero no se muestra al lector y nunca termina de suceder: la nochevieja, el momento de una mudanza, o el instante siguiente a ser abandonado.

La reina de las nieves comienza con un final: Barrett camina por Nueva York justo después de que su novio le haya dejado por SMS. En casa le espera su hermano, un músico fracasado, y la novia de este, enferma terminal de cáncer. Cruzando Central Park, sufre una epifanía en la forma de un destello luminoso que el católico no practicante Barrett toma por una señal. Mientras tanto, la nieve entra mansamente por la ventana del dormitorio de su hermano Tyler, que trata de componer una canción para su boda con la moribunda Beth. Todo en la novela está teñido de una desolación responsable, con el ambiente frío sin urgencias de este trío varado en la cuarentena. La presencia de la nieve y de la intemperie en todas las escenas le da un lirismo de cuento de hadas, en las que Cunningham hace uso de la luz continuamente para envolver cada situación con un halo de melancolía salpicado de urgencias sexuales y ambiciones modestas.

Los saltos adelante en el tiempo nos ahorran el pathos de asistir a las subidas y bajadas de los personajes; como decimos, se trata de escenas aisladas donde la obsesiva esperanza de cambio involucra al lector haciéndole desear que algo, algo real, suceda. Esto nos pone delante de las distintas maneras de enfrentarse a la mortalidad, y de cómo nuestras decisiones sobre este asunto afectan de forma concéntrica a todos los que nos rodean, incluso si intentamos que se trate de un asunto interior y personal. También es una novela sobre el poder del mito, sobre la inevitable recurrencia de la tragedia clásica en cada uno de nosotros, y la inevitabilidad del destino. Pese a todo, no es una novela triste, cargada de un lirismo que ya leímos en Las horas, y que no representa la soledad como una maldición, sino como un estado casi inevitable donde lo que se condena es el anhelo falso de felicidad a través de los deseos. De la propia novela: «Hay una ley física de los mitos que exige que los deseos concedidos tengan resultados trágicos», lo cual no es tan terrible, si se para uno a pensar que los resultados trágicos, por más que la existencia ya duela de por sí, son también parte de la vida.

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