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Aullidos

Clark ha escrito en Los últimos perros de Shackleton una biografía lírica y una odisea épica, un poemario de amor y una canción desesperada

Ben Clark, en la presentación de su libro en Alicante. héctor fuentes

Diez años después de proclamarse nieto de Dámaso Alonso y ganador del «Hiperión» con Los hijos de los hijos de la ira, Ben Clark puede presumir de haber desarrollado una trayectoria poética de insólita congruencia. Tras La fiera (2014, Premio Ojo Crítico) llega a las librerías Los últimos perros de Shackleton (Sloper), que ladraron por primera vez en México, en 2013, pero que ahora aúllan en una edición corregida y revisada. Este volumen vuelve a mostrarnos a un autor fieramente humano, para quien la violencia expresiva es la parte latente de un iceberg en cuya superficie flotan los fragmentos de una identidad rota. Los últimos perros de Shackleton es una obra de difícil encaje genérico, al mismo tiempo un libro de aventuras boreales, una biografía por fascículos, una odisea bigger than life, un poemario de amor y una canción desesperada. El frustrado asedio de Ernest Henry Shackleton a la Antártida, al frente de la Expedición Internacional Transartárica (1914-1917), funciona como el correlato objetivo de conquistas y fracasos acaso no menos épicos, pero sí más cotidianos. Por eso, aunque el lector no muy avezado en las peripecias polares deba recurrir ocasionalmente a la sabiduría oracular de Wikipedia, no estamos ante un ejercicio de exhibicionismo cultural, sino ante un diario de bitácora herido por la aviesa flecha de Cupido. No en vano, las sucesivas caídas y resurrecciones del explorador, como un Ícaro ultracongelado, sellan la transfusión cordial entre el sujeto y su álter ego aventurero para hablar de esa cosa llamada amor

Dividido en cinco partes, en Los últimos perros... hallamos numerosas pruebas del versátil talento del poeta. A lo largo de un monólogo interior que podría pertenecer a Shackleton o a Ben Clark, asistimos a una codificación alegórica de la fuerza autodestructiva del deseo: «Carmen apuñalada, / Hamlet leyendo un libro, / la melodía nazi en Cabaret». Así se observa igualmente en un viaje submarino que acaba convirtiéndose en una fábula abisal sobre una existencia que ha tocado fondo. Muchas de las composiciones actualizan la gesta de Shackleton en nuestro tiempo de sentimientos glaciales y pantallas planas. El afecto compasivo más allá de los pronombres («yo te amo por encima de nosotros»), la protesta contra los almendros en flor, la reivindicación de los pingüinos suicidas o el réquiem por los pilotos que atraen como un imán a la catástrofe rubrican la labor testamentaria de la escritura. Asimismo, el paso, el peso y hasta el poso de la edad se reflejan en un palpitante blues a la vuelta los veinticinco años y en un imposible diálogo entre Darwin y lady Macbeth que comienza con una declaración de intenciones («Si me he acercado a ti es porque estás buena») y finaliza con una declaración de amor eterno: «Cuando tú ya no estés tan buena y yo / ya no le dé importancia a ese detalle». Con todo, el impulso vitalista se impone a los signos de la caducidad y a la emoción de las ruinas, según puede apreciarse en Pensamientos de añoranza en Laventie, ambientado en la Gran Guerra.

No obstante, la parte más sorprendente del libro es la última sección. Los hombres que sacan a pasear al perro y a sus pensamientos en densas madrugadas, el resplandor que emiten las pupilas ígneas de Emily Dorman (la mujer de Shackleton), o la inmolación hipotérmica del paciente inglés Lawrence Oates ejemplifican aquellas pasiones extremas redimidas por el empeño que las alimenta. En estos versos se dan cita el gato epiceno que acompañó a Shackleton a bordo del Endurance, el sublime hundimiento del barco y el sacrificio de todos los perros del explorador; según Wikipedia, «porque las raciones de carne de foca que comían eran excesivas». Todo ello configura la epopeya de un hombre que desafió los límites de la supervivencia, pero que fracasó en el oficio diario de vivir: «¿Dónde estuve? / Estuve asesinando a nuestros perros». Con este aullido expresionista termina un libro fascinante y conturbador, desgarrado y contenido, que combate el frío polar con la temperatura afectiva de la voz lírica y que encuentra en la figura de Shackleton un salvavidas frente a la falacia patética. Si James Ivory tuviera alma, dirigiría la versión cinematográfica de Los últimos perros de Shackleton.

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