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Escuchar el mal

El hijo de Saúl se presenta como la gran favorita al Óscar como Mejor película extranjera

Escuchar el mal

Hasta ahora, el espectador había experimentado el horror de los campos de exterminio nazi desde distintas ópticas: Alain Resnais empleó en Noche y niebla (1955) imágenes de archivo junto a una serie de travelling filmados sobre los escombros de los campos, acompañados de una narración lírica en off; Claude Lanzmann tardó diez años para realizar Shoah (1985), donde el mal se evoca únicamente desde el testimonio de los supervivientes, filmados en los propios paisajes de la destrucción. La película de Lanzmann supuso un punto de inflexión cinematográfico y ético, ya que su obra reflejaba la imposibilidad de representar el mal mediante imágenes de archivo, aunque en parte lo transgredió en El último de los injustos (2013). Lanzmann también censuró otros intentos de aproximarse al universo concentracionario de los campos, como el caso de La lista de Schlindler (Steven Spielberg, 1994), mediante la dramatización ficticia pues, en su opinión, esto no hacía más que banalizar la historia.

En 1997 el cineasta italiano Roberto Benigni ensayó una vía inesperada, la de la comedia humanista, con La vida es bella, despertando una intensa polémica al plantear que sólo la imaginación de un niño podía hacer soportable el horror de los campos. Algunas voces críticas consideraron que su película hacía que el espectador adoptara también la posición del niño protagonista, percibiendo la barbarie nazi como un mundo irreal y fantasioso. Sea como sea, Benigni negaba así la conocida tesis del filósofo Adorno, según la cual la poesía ya no era posible después de Auschtwitz. Para el cómico italiano ésta no sólo era posible después sino también durante. Por último, cabría destacar, en este breve e incompleto resumen, el camino elegido por la cineasta alemana Margarethe von Trotta en su reciente película Hannah Arednt (2013), que relata la cobertura que hizo la filósofa judía del juicio de Eichmann, alternando planos de dramatización con el contraplano histórico de las imágenes de archivo.

Después de haber visto en la pantalla estas múltiples maneras de representar el mal, no cabía esperar nada nuevo tras el estreno de una nueva película sobre la Shoah. Sin embargo, Lázló Némes lo ha logrado con su debut cinematográfico, El hijo de Saúl, ganadora del Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, Globo de Oro a la mejor película extranjera y favorita para obtener el Oscar en la misma categoría. La innovación es doble, tanto desde el punto de vista formal como del narrativo. Hay que advertir al espectador que no es una película fácil de ver. Y tampoco, sobre todo, de escuchar.

La película se inicia con un breve texto que informa sobre los Sonderkommando, comandos especiales compuesto de prisioneros judíos que ayudaban a los nazis en el exterminio en los campos de concentración a cambio de sobrevivir unos meses más que el resto. Ellos representaban lo que Primo Levi denominó el «abismo de maldad» de los nazis, al perpetrar la destrucción física pero también moral de las víctimas, obligadas a convertirse en verdugos. Después el espectador se encuentra con un plano fijo, cuyo fondo aparece desenfocado. Lo que vemos es una imagen borrosa, casi abstracta, pero que irá alcanzando definición y nitidez a medida que el protagonista se aproxima a la cámara. A partir de ese instante, y prácticamente hasta el final de la película, la cámara se incrusta en su rostro y le acompaña en ese viaje espeluznante hasta el fondo mismo del horror: las cámaras de gas y los crematorios. Pero la cámara se detiene justamente en el umbral de estos espacios, límite ético que sí traspasaron otros cineastas.

Pero, claro, la duda de Lanzamann y tantos otros reaparece aquí de nuevo. ¿Cómo filmar el mal sin caer en la banalidad narrativa? ¿Cabe lo inexpresable en una imagen? Seguramente no, piensa el director de El hijo de Saúl y por eso toma la decisión de no mostrar el mal, sino sugerirlo en los límites del plano. No vemos el mal, lo escuchamos fuera de campo. Como si la cámara padeciera un problema de miopía, se limita a enseñar lo que rodea al cuerpo del protagonista. No hay apenas profundidad de campo, todo aparece reflejado en la mirada vacía, y casi sin vida, del protagonista. Los planos secuencias y los travelling sinuosos predominan, mientras que los planos generales son prácticamente inexistentes en la película. El formato cuadrado (1:1,37) del encuadre reduce, como dice su director, «el alcance de lo visible», quedando fuera del plano, en la mente del espectador: «En el cine, menos es más; en el caso del Holocausto, si muestras mucho al final lo acabas empequeñeciendo todo».

Los sonidos y las palabras forman un paisaje abstracto que acompaña al espectador: los ruidos de la cámaras y crematorios se juntan con los gritos e insultos de los soldados nazis y los Sonderkommando a los prisioneros. Ese fondo sonoro, de estridente volumen y no siempre inteligible, perturba al espectador porque acrecienta su sensación de angustia y extrañeza en ese viaje al corazón de las tinieblas.

Pero, desde el punto de vista narrativo, la película tampoco deja indiferente a nadie. Lázló Némes se ha inspirado en los diarios de varios prisioneros de Auschtwitz. El joven cineasta, discípulo de Béla Tarr, no se limita a este registro documental sino que introduce una ficción insólita. Pues puede resultar paradójico que el protagonista únicamente atisbe algo de sentido, en medio de la barbarie que le rodea, cuando se encomienda la heroica y absurda tarea de salvar la dignidad de un niño ya muerto, que podría ser su hijo o tal vez sólo lo haya imaginado. En cualquiera de los casos, lo asombroso de este planteamiento es que la humanidad de Saúl se revela únicamente en la misión de velar a un muerto en vez de salvar a los que todavía viven. Tal vez porque en las situaciones más extremas e irracionales sólo hallamos el sentido en el sinsentido, en algo inesperado que de repente nos despierta.

No obstante, la ficción que introduce Némes es relativa. En Los hundidos y los salvados, Primo Levi hace referencia a un episodio muy similar al que cuenta la película: hubo una adolescente que, inexplicablemente, sobrevivió tras pasar por una cámara de gas en Auschtwitz. El hijo de Saúl también se inspira en otros hechos que han sido documentados: como las fotografías que tomaron clandestinamente unos prisioneros (analizadas en el libro de Didi-Huberman, Imágenes pese a todo) o el intento de rebelión de un Sonderkommando. Incluso el personaje del médico parece estar inspirado en el médico húngaro Miklós Nyiszli.

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