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No se puede no comunicar

Cada mensaje circula a velocidad de vértigo por esas que llamamos redes sociales

No se puede no comunicar jose navarro

Todos y cada uno de ellos están, con nosotros y con otros a quienes acaso desconocemos, comprometidos en un intercambio incesante de mensajes escritos u orales, imágenes, vídeos o músicas que circulan a velocidad de vértigo por esas que llamamos redes sociales. Eso es sin duda comunicación elevada a una potencia desconocida hasta hace tan solo diez o quince años.

Pero, por otro lado, la palabra «comunicación» parece últimamente haber adquirido una acepción especializada y ciertamente reductora. Los profesionales que se dedican a la «comunicación» la emplean como eufemismo de eso que antes llamábamos (y seguimos llamando por inercia pero con reticencia) «publicidad». Esa palabra resulta ahora sospechosa, como antes lo fue «propaganda», y ha habido que sustituirla por otra no cargada de connotaciones peyorativas. Pero ese uso especializado y profesional choca con la explosión comunicativa antes descrita. ¿Cómo conciliar ambas fuerzas, la centrífuga y la centrípeta?

Sin duda la «publicidad» no alcanza a abarcar las dimensiones que hoy día ha adquirido la necesidad de comunicar algo para la venta en una sociedad de mercado, en una sociedad que llamamos precisamente de la información y del conocimiento. En ella la comunicación es quizá uno de los activos más valiosos: no en el sentido de prescripción fastidiosa e inoportuna que tenía la «publicidad», sino de cercanía cordial de una marca. Una marca que no solo no se nos impone, sino que llegamos a convertir en interlocutora, que rastreamos y seguimos por las redes, que incluimos entre nuestros contactos.

Una oscilación similar ha sucedido también con la palabra «creatividad», aunque con matices distintos. Si originalmente la creación era un atributo solo divino, y luego trasladado al creador como hacedor de la excelencia y lo excepcional en el ámbito de las artes, hoy se diría que de cualquier cosa podemos predicar que es «creativa»: cocina creativa, ciudad creativa, economía creativa, creative commons. Incluso en un sentido irónico: contabilidad «creativa». La creatividad parece cosa al alcance de cualquiera, no atributo o coto particular del artista, del genio. Pero por otro lado, desde los años 50 del siglo pasado, si no antes, el «creativo» profesional por antonomasia es el publicitario: el Donald Draper de Mad Men que se adormece entre volutas de humo y vapores etílicos sobre el sofá de su despacho y despierta con un brillo en la mirada que preludia la idea seminal para las campañas de Lucky Strike, Samsonite, Heinz o Kodak.

La cuestión, quizá, no es tanto dirimir si una de las dos acepciones -la generalizada o la restringida- de los dos términos es más legítima que la otra, sino valorar que el movimiento no es contradictorio, sino en cierto modo concéntrico y en la misma dirección. La explosión de nuestros intercambios comunicativos, en particular los mediados por la tecnología, es paralelo y no puede ser desligado de la densidad también mayor de una semiosfera -una esfera de signos, de mensajes, de textos- que implica al mercado y al consumo. Se sostiene incluso que es esta última, la comercial, el motor secreto de la otra, más general y antropológica. Que no es quizá una querencia nuestra íntima la que nos mueve a necesitar comunicarnos por todos los medios a nuestra disposición y en todo momento, sino un subproducto calculado de la querencia de las empresas por comunicarse con nosotros.

Lo mismo sucede con una «creatividad» como atributo que puede distinguir la producción de cualquier tipo de bienes y servicios innovadores, pero que está íntimamente ligada a la comunicación de esos productos y servicios. Entre comunicación y creatividad hay una afinidad electiva: no porque baste comunicar algo bien para que sea indiferente qué hay detrás (como si la comunicación creativa pudiera enmascarar una producción que no lo es tanto), sino porque juzgamos la creatividad de la producción, entre otras cosas, por cómo nos es comunicada (y nada hay más decepcionante que una expectativa creativa frustrada). La comunicación de un producto o un servicio no llega como la guinda del pastel o como el bello envoltorio de celofán, sino que atraviesa todo el proceso productivo, de distribución y hasta de consumo, que son actividades también comunicativas. El diseño industrial y el diseño gráfico y publicitario son herramientas deseablemente relacionadas e inspirándose mutuamente, pero también el diseño de escaparates, sean físicos o electrónicos, y hasta nuestra exhibición pública, como consumidores y usuarios, de ese producto.

Las industrias culturales y creativas

¿En qué categoría o en qué esquema productivo o de gestión encajar toda esa nueva economía donde la comunicación y la creatividad se convierten en activos fundamentales? ¿Qué relación tiene toda esa economía con la cultura, o mejor, con las industrias culturales, que son las que designan a las empresas y actividades cuyo producto son bienes simbólicos (es decir, también comunicativos, aunque no solo) y que tienen la creatividad como ingrediente básico que alimenta la imaginación de sus artífices?

Las industrias culturales son, en efecto, las que tienen el encargo de producir bienes simbólicos. Es decir, una comunicación que resulta ser el producto en sí, el fin del proceso productivo: los periódicos, las revistas, las radios, las televisiones, las editoriales, las casas discográficas, las productoras y distribuidores de cine, los creadores de videojuegos o de software recreativo, producen comunicación, convierten una secuencia de comunicación en un bien comercializable, lo fabrican y lo ponen a la venta.

Todas esas industrias fabrican comunicación directamente, sus productos son simbólicos, comunicativos. Ahora bien, qué duda cabe que todas las industrias fabrican también, de una manera u otra, comunicación, lo hemos sugerido ya arriba. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? Pues bien, el término industrias creativas se refiere a un conjunto de industrias que son especialmente sensibles a la comunicación creativa: no fabrican directamente productos culturales en sentido estricto, pero sí fabrican productos o comercializan servicios que están atravesados por la comunicación y la creatividad de arriba abajo: la publicidad, el diseño industrial y el diseño gráfico, la arquitectura y la planificación urbana (las famosas "ciudades creativas", que favorecen los "clusters" o nichos de emprendimientos creativos), la gestión del patrimonio artístico, histórico o natural, el turismo, el software recreativo, la moda y los complementos, la cosmética, la gastronomía.

Es más, las industrias culturales y creativas no solo impulsan el crecimiento a trave?s de la transformación del valor simbólico en valor económico, sino que tambie?n se han convertido en elementos clave del sistema de innovacio?n de toda la economi?a. Es decir, idealmente cabe imaginar una especie de proceso irradiante que, desde un núcleo duro donde residen los más altos valores culturales -las artes plásticas, musicales, literarias, de la representación, el patrimonio histórico y artístico-, se proyecte a otros círculos concéntricos de la producción: las industrias culturales clásicas en primera instancia (editorial, discográfica, cinematográfica), pero también a las industrias que hemos llamado creativas y hasta territorios más extensos de la economía, contagiados por ese impulso. Un impulso que consiste en informar la producción (es decir, darle forma), diseñarla (es decir, convertirla en signo) desde presupuestos que conjugan las necesidades comunicativas y la innovación creativa.

Si son numerosos los sentidos y matices de los términos «comunicación» y «creatividad», qué diremos de «cultura». Según se mire, puede designar una promesa de felicidad, un modo de vida, un capital simbólico, una producción, una identidad o una herramienta para el cambio social. Lo que parece innegable es que la mezcla de cultura, conocimiento, innovación, comunicación y creatividad puede dar lugar a formidables ventajas sinérgicas, capaces de, por ejemplo, identificar y desarrollar de manera consciente un territorio, dar sentido a las estrategias e inversiones públicas y favorecer la cooperación entre actores privados, asociados en nichos creativos. Proyectar en definitiva un modelo urbano coherente, satisfactorio para los propios y atractivo para los foráneos.

Es cierto que cultura y creatividad tienen diámetros diferentes: buena parte de la innovación y la creatividad no son culturales en sentido estricto. Pero también es cierto que concebirlas como un continuo puede insuflar en vastos dominios de la sociedad y la economía -la investigación, la educación, la organización del trabajo, el «emprendizaje», la planificación urbana, los servicios públicos, el capital social colectivo- ese «escandaloso y obstinado dinamismo autopropulsado de la cultura» que decía Bauman.

(*) Profesor del Departamento de Comunicación y Psicología Social de la UA

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