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Viaje a Madrid. Ingres, Bonnard, Munch, Juan Giralt... pintura y arte conceptual

Imagen de la exposición de Dominique Ingres en el Museo del Prado de Madrid. EFE

Qué significa Madrid para la cultura del arte en el ámbito nacional, cuál es su influencia. Hace unos años, Madrid lo marcaba todo, tanto cuando se instauraba en un conservadurismo rígido como cuando lo hacia en la modernidad radical. Pero últimamente las capitales de provincia están tomando sus propias decisiones en la gestión de sus museos y centros culturales, con una producción propia con la que analizan la mirada al arte contemporáneo y a su historia, se están quitando prejuicios de encima, la crisis ha hecho, en parte, más auténticos a los que sobreviven. En una importante galería madrileña, hablando con su directora, Carmen Cervera, coincidimos en que la pintura y el arte conceptual debían convivir en las programaciones de museos y galerías. En otro momento esta afirmación se hubiera considerado retrógrada o políticamente incorrecta. Si la obra es buena, es decir, realizada con criterios exigentes, con incidencia en la experimentación, no mera fórmula aprendida y repetida hasta la saciedad, da igual que se haga con pigmentos o con cualquier otro material o técnica. El concepto, la idea, la inteligencia, la experimentación siempre están en una obra. En mi último viaje a Madrid comprobé que la pintura, en los grandes museos y centros culturales, sigue siendo uno de los más fuertes reclamos del turismo cultural. Y gracias a la revisión que se está realizando de los nombres de la pintura desde diferentes perspectivas y momentos de la historia, la ciudad vive un verdadero impulso cultural, que está activando diferentes dinámicas en las galerías y centros. El Prado nos muestra una amplia selección de la pintura del francés, Dominique Ingres (1780-1867). Y en la inevitable comparativa con los grandes de la pintura, Velázquez, Rubens, Tiziano, El Greco? Ingres no se queda atrás. A pesar de vivir una época convulsa, en la que el arte se debatía entre los valores del nuevo clasicismo y la actitud más crítica de la Ilustración con el cuestionamiento de los antiguos órdenes y jerarquías. En la que el poder, Napoleón, impuso su propia estética, el estilo Imperio, con la Academia como garante de este «buen hacer», marcaba el estilo y la temática, Ingres supo romper con esta tradición, siendo uno de los primeros en usar la libertad en la creación. Y a pesar de tener que plegarse a los encargos, como los retratos de Napoleón, supo retratar a la sociedad burguesa de su tiempo con una nueva mirada. Ingres ha entrado en El Prado no solo por su excepcional técnica pictórica sino por el cambio estructural que impuso en el arte, un cambio que solo podremos apreciar conociendo y valorando el contexto histórico, pictórico, en el que lo hizo. Criticado por sus contemporáneos, olvidado después de su muerte, fue recuperado por los artistas del XX, que vieron en él, más allá de su virtuosismo, el espacio de la pintura, el planteamiento de otras fórmulas, la profundidad en el plano a través del reflejo del espejo, el espacio sensible diversificado en múltiples detalles.

En el Thyssen, podemos ver al pintor noruego Edward Munch (1863-1944), una visión dramática de la realidad, que es también el espacio de la pintura. Seguramente afectado por las muertes de sus amigos y familiares, la muerte fue una obsesión que plasma desde que empieza a pintar y que mantiene con una fuerte tensión. Artista alejado de los centros intelectuales, vive la pintura de una manera personal, similar emocionalmente a Van Gogh, ambos fueron artistas rebeldes con la pintura oficial, capaces sin embargo de cambiar las estructuras con la expresión de su propio criterio. Estamos hablando de pintores que crean una pintura diferente, algo que es muy difícil de conseguir.

También tenemos a Bonnard, en Mapfre, otra cumbre de la pintura, otro de los ejemplos evidentes de que dentro de unas maneras de hacer, de una concepción como fue la de los movimientos posimpresionistas, el artista promueve un camino propio, exigente, normalmente incomprendido por diferente, por personal, al margen de lo socialmente considerado como moderno o clásico, sin etiquetas, que es lo que más miedo da. Bonnard es un pintor que aplica la concepción del impresionismo, pero sus pinceladas producen un difuminado natural de las formas, y una textura pictórica muy diferente, la pintura se fusiona, evidenciando la vibración del color en múltiples secuencias en un mismo fragmento. Sus motivos fueron diversos, interiores paisaje, mitología, pero sus cotas de mayor libertad y expresión se desarrollaron en los interiores, en ese mundo cotidiano que tenía como base la relación con su modelo y esposa. Su presencia es ineludible, no se puede hablar de Bonnard, de su pintura, sin hablar de su mujer, pues su cuerpo, su desnudo lo relaciona con un todo, con el espacio, la luz, la vibración del color, de la superficie. En la comunicación con su pareja, en ese entorno íntimo, encuentra el estímulo para el conocimiento de la pintura. De manera similar a cómo Morandi creó su espacio de la pintura con sus botellas y bodegones, o a cómo Monet lo hizo en su jardín de Giverny. Bonnard, desde esa mirada de lo cotidiano, llega a una visión del color absolutamente personal que no tiene nada que ver con la realidad, en el dibujo descompuesto, de deformación consciente, busca una expresividad que tiene que ver con el color, con el dibujo, con la forma. Algo que Rothko captará y hará suyo.

Y, por último, tenemos al español Juan Giralt (1940-2007) en el Reina Sofía, pintor que se dio a conocer en los años sesenta, en la galería Vandrés, junto a otros nombres como Alexanco, Gordillo, artistas que siguieron generacionalmente a los de El Paso, con una visión más Pop, del Pop inglés, una deriva pictórica caracterizada por una visión del cómic más transgresor. Parece que las críticas sobre el olvido de nuestra historia en las instituciones empieza a ver algún tipo de reacción, al menos, por parte de los museos de ámbito nacional. Giralt empezó teniendo una apreciable acogida en las galerías y la crítica especializada, pero como siempre, en este país, hay un agotamiento que es cíclico, siempre pendientes de cierta novedad que solo se da en los productos de temporada, no en el arte. Y el artista que necesita de otro tempo, de otra reflexión, pierde la presencia necesaria para ser algo en este mercado, se recluye en su estudio, para trabajar o meditar. Giralt estuvo bastantes años sin pintar y volvió en los noventa, con una pintura hecha a base de rectángulos donde, a la manera de David Salle, recurre a un collage pintado con el rigor de situar, dentro de unos márgenes geométricos, fragmentos tan diversos como formas arbóreas, textos, pintura comercial de ciervos, papel pintado de paredes. Seguramente el que su hijo, Marcos Giralt Torrente, uno de los escritores más prestigiosos en la actualidad, nieto además de Torrente Ballester, haya luchado por su reivindicación, le ha facilitado el camino hacia esta exposición en la que se analiza un momento importante en la pintura en España, la pintura de los noventa. Exposición comisariada por Carmen Giménez, que nos habla de la necesidad de este análisis, en la evidencia de que hay un importante trabajo por hacer.

Un otoño pictórico en Madrid que nos lleva hacia diferentes momentos de la historia desde la actualidad, a comprender y disfrutar de uno de los lenguajes básicos del ser humano. La pintura no ha muerto, como tampoco el ballet, la poesía, o el análisis conceptual, porque son lenguajes consustanciales al ser humano desde las cavernas. Solo hay que entender la dinámica del artista, del arte, distinguiéndola de las del mercado y de la política, no matar al artista.

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