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Todo era verdad

En Quién lo diría, Eloy Sánchez Rosillo ofrece la síntesis de una poesía caracterizada por el asombro y la melancolía

Todo era verdad juan ballester

En 1989, Eloy Sánchez Rosillo había encabezado Autorretratos con una reveladora cita de Montaigne: «Por lo tanto, lector, yo mismo soy el tema de mi libro, y no hay razón para que emplees tus ocios en materia tan frívola y tan vana». Desde entonces, la escritura del autor ha ido creciendo como una suerte de diario íntimo o de dietario lírico, aunque sin descender al pormenor confesional. De hecho, las alusiones al momento de redacción de los poemas refuerzan la sensación de inmediatez cronológica y la complicidad de unos versos en los que la experiencia de lo real se impone a las brumas del anecdotario afectivo.

Su último volumen, Quién lo diría (Tusquets, 2015), está recorrido por una atmósfera crepuscular que se concreta en soles fríos, paisajes abruptos y cielos cubiertos por los que a veces se filtra una brizna de luz. La solidaridad recíproca entre la intemperie exterior e interior (El invierno está en mí) se refleja en un sujeto que transita entre el asombro y la melancolía, entre los residuos de la permanencia y los emblemas de lo transitorio. La voz de Sánchez Rosillo alcanza una modulación singular cuando eleva una plegaria a los milagros cotidianos: así sucede en Un vaso de agua, convertido en «oro licuado», «astilla viva» o «súbito diamante» por obra y gracia de la metamorfosis literaria. Sin embargo, el himno celebratorio se funde con el lamento elegiaco ante el asedio de la caducidad, al punto de que en el ascua del presente se vislumbra ya la ceniza de lo que pronto será pretérito imperfecto. La fragilidad del universo poetizado encuentra un correlato en la sinuosidad psíquica a la que se entrega el poeta, mediante un movimiento pendular de reconocimiento y extrañeza. Si en ocasiones el yo se disuelve en el vapor de la memoria, en otras ocasiones la evocación adquiere una intensidad sensitiva y táctil. Prueba de ello es la estremecedora Visión de la mañana, donde el recuerdo de la figura materna se proyecta sobre los trayectos cotidianos y la prosa del mundo.

El interés por los desdoblamientos especulares adopta nuevos matices en Este día tan único (cuyo verso inicial, «qué raro ser yo hoy», remite al lorquiano «qué raro que me llame Federico») y, especialmente, en el texto titulado En lo suyo, donde la autonominación transmite una ironía muy d'orsiana (de Miguel d'Ors): «cierto Eloy a quien conozco». Junto con ese repliegue introspectivo, también aparecen el imprevisto encuentro con la belleza y la exaltación de una plenitud vacilante.

Buena parte del «duende» de Sánchez Rosillo reside en su capacidad para retratar una realidad evanescente, más cerca de la precisión del acuarelista que del espesor de la pintura al óleo. Esa plasticidad contemplativa cristaliza en Jazminero, Álamos o No hacer nada, una marina homérica que concluye con la mención del escudo del que surgió la écfrasis: «Sobre el mar que dormita, / el sol de mayo labra minucioso / el escudo de Aquiles». Al final de Quién lo diría, el observador omnívoro acaba transformándose en espectador de su propia existencia y descubriendo las auténticas dimensiones del teatro: «Y resulta que todo era verdad. / Ni trampa ni cartón hubo aquí nunca». No obstante, frente a esa deriva pesimista, el autor se empeña en agitar la melancolía y la dicha para elaborar un cóctel agridulce como la vida misma. He aquí el conturbador testimonio de «alguien que está en el mundo y que lo canta / desde un asombro sucesivo y quieto».

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