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Cuando todo es aún posible

A partir de esta frase el espectador explora el modo en que el cine ha filmado ese instante antes de que la vida elija un camino

Cuando todo es aún posible

«Era obvio que ella esperaba que Austin se bajara del coche, mientras él se hallaba en un mar de dudas sobre qué hacer. Aunque se trataba de un instante que a él le encantaba, el exquisito instante anterior a cualquier acto, cuanto todo es aún posible, antes de que la vida tome ese u otro derrotero, hacia el pesar o la dicha, hacia un tipo u otro de permanencia. Era un instante maravilloso, seductor, importante?, un instante que valía la pena preservar, y él sabía que ella lo sabía tan bien como él y que quería que durara tanto como él quería que durara».

Richard Ford, De mujeres con hombres

El cine nos permite asistir, como espectador de otras vidas, a ese instante previo a la decisión, «cuando todo es aún posible». La vida queda suspendida en el tiempo por un instante a la espera de nuestra decisión esencial, a la espera de tomar un camino u otro, racional o pasional, sabiendo que ya no habrá oportunidad de volver atrás. No podemos eludir la decisión, o al menos tenemos que enfrentarnos a la opción de hacer algo o simplemente callar y mantenernos al margen, sin intervenir. Lo que en ocasiones sí que está en nuestras manos es demorar ese instante de posibilidades abiertas e indeterminadas, antes de que el futuro empiece a cerrar el presente.

Y el cine, como arte de la espera, recurre al tiempo muerto para que podamos observar durante unos segundos un determinado gesto, expresión o mirada que anteceden a la decisión. Después ya nada será igual. Lo importante en el cine es saber captar ese instante, preparar al espectador e insertarlo adecuadamente en el devenir fílmico. Todo se decide en un puñado de planos, el resto es secundario: cuando el protagonista tome la decisión, la secuencia -o incluso la película entera- perderá interés. Todo habrá acabado ya, aunque la película continúe. El cineasta puede omitir el desarrollo de la decisión tomada, dejándolo en fuera de campo o utilizar la elipsis para que sea el propio espectador el que imagine lo que haya podido suceder. El cine nos enseña a ver el mundo «desde el instante anterior a cualquier acto».

En El pintor de la vida moderna, Baudelaire escribió que lo característico de la modernidad es la extraña conjunción entre fugacidad y eternidad, contingencia y necesidad. La mirada cinematográfica que registra la vida en el tiempo responde a esa doble condición de la que habla Baudelaire: la belleza de un plano expresa tanto la circunstancialidad de nuestros actos como la eternidad de saber que ese instante ha quedado embalsamado para siempre en el fotograma. Vivimos en la pantalla un instante que ha sido capturado, que ha sido sustraído del devenir incesante pero al que podemos volver una y otra vez, reviviendo lo ya perdido. Esa paradoja de querer capturar y celebrar el tempus fugit es lo que define al cine.

Creo que uno de esos instantes decisivos en la vida es el que nos muestra el final de Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1994). Un fotógrafo (Eastwood) se enamora de una mujer casada (Meryl Streep), mientras su familia realiza un viaje durante unos días. La escena transcurre durante una tarde lluviosa. En el breve tiempo que tarda un semáforo en ponerse en verde, una mujer deber tomar la decisión más difícil de su vida. Ella viaja en coche junto a su marido y delante de ellos se encuentra el coche del amante. El tiempo se detiene por un instante, todo queda suspendido a la espera de que ella decida salir del coche y marcharse con su amante o permanecer junto a su marido. Sus miradas se cruzan súbitamente entre la lluvia que cae sobre los cristales. El semáforo se pone en verde. La mano de ella, temblorosa e indecisa, se posa sobre la manilla de la puerta del coche?

Este final es muy similar al de la película de David Lean, Breve encuentro (1945), donde un hombre y una mujer, tras haber mantenido una relación a espaldas de sus respectivos matrimonios, se despiden en una estación de tren. Se reproduce el mismo conflicto entre la responsabilidad familiar y el amor imposible. El final transcurre en la cafetería de una estación, junto a los andenes. La protagonista, Laura, que recuerda esa historia en un largo flash back, también vive ese instante posibilidad no cerrada todavía, ya que anhela que su amante Alec no tome ese último tren que les separará para siempre. Alberga la secreta esperanza de que en el último momento pudiera cambiar de opinión. Aquí también el tiempo se demora y David Lean subraya esa dilatación del tiempo con la música romántica de Litz a la vez que ensombrece algunos planos, mostrando enfáticamente el rostro apesadumbrado de Laura y dejando en penumbra la cafetería. La realidad se disuelve en el recuerdo.

Cada espectador podrá añadir otros muchos momentos previos a la decisión, vividos tanto en la realidad como en la pantalla. Aquí concluyo este escrito con La rodilla de Clara (Eric Rohmer, 1970). Un hombre prometido y una mujer más joven que él esperan resguardados bajo un porche en una tarde lluviosa. Él le cuenta que su novio le ha sido infiel y entonces ella se echa a llorar. Durante unos instantes sólo escuchamos la lluvia y el llanto de la chica. Todo parece posible entonces, sucediendo lo inesperado. Él comienza a acariciar la rodilla de Clara, mientras los dos permanecen en silencio.

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